Creo en Nadal

Erika Jaráiz Gulías PROFESORA DEL DEPARTAMENTO DE CIENCIA POLÍTICA Y SOCIOLOGÍA DE LA USC. COORDINADORA DEL MÁSTER EN TECNOLOGÍAS EN MÁRKETING Y COMUNICACIÓN POLÍTICA

OPINIÓN

benito ordoñez

03 jun 2022 . Actualizado a las 09:29 h.

No vi el partido entre Nadal y Djokovic, no quería ver a Nadal sufrir una derrota que parecía inminente para todos, incluso para él, y mucho más después de que el día anterior dijera a todos que aquel podía ser su último partido en Roland Garros. No crean que me gusta especialmente Nadal; no me gusta su madridismo, ni su performance perfecta-mente-estudiada, ni ese toque «apolítico de derechas», con sabor a Berlanga y Azcona, que ensalza la españolidad y la monarquía sin miramientos, como criterio de naturaleza moral.

Pero cada vez que sale a la Philippe Chatrier el mundo gira de otra forma, el tiempo se detiene y todos, yo la primera, formamos parte de esa voluntad indomable que te invita a creer en lo que él cree; y él siempre cree en ganar.

No es la historia, ni los veintiún Grand Slam, ni su fuerza, ni su juego, es la voluntad la que hace que, cuando parece que ya no queda nada, surge Nadal, surge la épica, surge lo que nos une a él, sin ambigüedades; incluso si no nos gusta, admiramos esa voluntad y queremos formar parte de ella.

Hubo un tiempo en que sentimos lo mismo en la política, teníamos la voluntad de ganar un futuro común, de encontrar una salida para todos y todas, de construir un espacio de convivencia en que todos pudiéramos expresarnos y mostrarnos como queríamos ser, incluso sino compartíamos las ideas del otro.

Hubo un tiempo en que queríamos construir los derechos de todos, incluso los de los que no nos gustaban, un tiempo en el que el catalán, el euskera o el gallego también eran lenguas de España, en el que todos nos sentíamos emigrantes, en el que los jueces querían ser jueces y los políticos, políticos; un tiempo en el que la presunción de inocencia no rivalizaba con el «yo sí te creo», y en el que la información, la opinión y el espectáculo se diferenciaban perfectamente en los medios.

Ese tiempo solo fue posible porque, al margen de nuestras diferencias, teníamos claro que salíamos del mismo punto de partida, que queríamos llegar a alcanzar objetivos compartidos, aunque fuera por caminos diferentes. Ese es el eje de nuestra Transición: con los errores de todos los procesos políticos, los españoles asumieron que querían llegar a un espacio diferente del que estaban y que querían llegar juntos, aunque no fuera por el mismo camino ni para estar revueltos en ese nuevo espacio.

Nuestro problema es hoy que ni tenemos un mismo punto de partida, ni compartimos el camino, ni queremos estar juntos en el punto de llegada. Nuestro problema es que queremos volver a imponer nuestras ideas al otro, porque en el fondo todos aspiramos a que el nuevo pensamiento único sea el nuestro; y si te sales de esta línea monolítica que impone cada grupo, te conviertes en el enemigo.

En eso consiste la polarización de nuestro tiempo, en no estar dispuestos a que nuestros caminos se crucen en ningún momento. Aquí tampoco es la historia, ni las heridas, ni los objetivos, es la voluntad; estratégica, sí, pero voluntad al fin.

Y es que la voluntad, a veces nos destruye y a veces nos construye. Por eso creo en Nadal, aunque a veces no me guste.