Lo que las empresas eléctricas nos dicen de las sanitarias

OPINIÓN

Una torreta eléctrica en medio de una intensa nevada
Una torreta eléctrica en medio de una intensa nevada Paco Paredes | EFE

18 jun 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Lo que se hace normalmente con una situación de ventaja es aprovecharla. El resultado normal de aprovechar una situación de ventaja es tener más ventaja. La ventaja puede consistir en condicionar lo que otros pueden hacer, es decir, en limitar la libertad de otros en beneficio propio. A eso se le llama poder. Como el poder es inevitable, y seguramente conveniente, se pensó en que el poder fuera algo que la población otorgara en préstamo a individuos que serían responsables ante ella y así no lo podrían utilizar contra ella. Como la población no puede escrutar todos los avatares grandes y pequeños de un país, se inventó la separación de poderes y los sistemas institucionales de control. A eso lo llamamos democracia. Y solo a eso. Una democracia con ricos poderosos ya no es tan democracia, porque el de los ricos no es un poder sancionable por la población. Los ricos quieren seguir siendo ricos, pero también quieren una derivación de la riqueza necesaria para tenerlo todo: el poder. Cuando se alcanzan ciertos niveles de riqueza, siempre se hace una cosa más que ahorrar, invertir y gastar: mangonear. Buena parte de la calidad de una democracia consiste en cómo se relaciona el poder antidemocrático de los ricos con el poder responsable ante la población y cómo se relaciona la ventaja de los ricos con los derechos de esa población.

El oligopolio eléctrico procede de la privatización de empresas públicas. No eran bienes públicos que algunos particulares compraron. Eran bienes públicos y algunos particulares se los quedaron por la jeta. Estamos asistiendo a jornadas de puertas abiertas del capitalismo puro, sin los derechos sociales, la democracia y el bien común que lo deslucen. Estamos viendo con más nitidez que en días corrientes: 1. que el oligopolio o el monopolio es el objetivo último de las grandes empresas. Lo que querría cualquier empresa grande es crecer lo suficiente para no competir o, lo que es lo mismo, competir con ventaja (miren Amazon). La libre competencia es cosa de democracias, no de grandes empresas. 2. Son insaciables, lo quieren todo. Cuanta más riqueza se concentre en menos manos, más bajos serán los salarios y más fullerías fiscales habrá. Una concentración desmedida de riqueza en manos particulares no es creación de riqueza. 3. Quieren poder, no solo dinero, enseguida les estorba la democracia. Lo que ellos expresan como rigideces y ataduras, lo que les hace pedir libertad, es sencillamente la convivencia, la igualdad de oportunidades y los derechos comunes que se sustancian en leyes y servicios públicos. Por eso cuando las derechas gritan libertad siempre hay intereses fiscales o de negocio de alguna empresa poderosa o se está hablando de algún momio fiscal de la Iglesia o de los dineros públicos que ambiciona el obispado para adoctrinar desde las escuelas. Nunca se oye esa palabra para hablar de desahucios, hogares sin calefacción o sueldos de hambre.

Las eléctricas quieren poder y lo tienen. Tienen una abultada nómina de antiguos ministros y presidentes que cobran sueldos absurdos por zanganear. Así no hay ministro ni presidente que no tenga esa zanahoria cuando llega al cargo y así es intensa la tendencia a que las leyes favorezcan sus intereses y no el bien común. Además tienen mucho dinero en medios de comunicación. Tienen mucho con que pagar y pegar. Si la materia con la que se trafica es de primera necesidad para todo el mundo, esa posición de ventaja de la que hablábamos es de mucha ventaja. Y ese poder no democrático que mencionamos es mucho poder no democrático, es decir, es una zancada muy larga de la democracia al autoritarismo.

La guerra cultural de la que habla la ultraderecha es real y a ella se aplica el espectro neoliberal, mucho más ancho que la extrema derecha. La caída de salarios, la desaparición de negociaciones y concertaciones laborales, el pago de productos farmacéuticos (por favor, no digan «copago» como si no fuera un pago), la subida de matrículas universitarias, los precios absurdos de los másteres, la restricción de libertades (esta semana movilizaron a una unidad antiterrorista para disolver una manifestación y el Tribunal Constitucional dejó sentado que unos pijos en moto y coche en manifestación cuando el confinamiento obligaban a un estado de excepción), …, nada de todo esto se consideró antisistema. Pero cada vez que se menciona la posibilidad de tocar los impuestos de quienes ganan más de un millón de euros al mes, sale el batallón de fachas, conservadores y PSOE caoba a explicarnos por qué el comunismo fue muy malo. José Bono llegó a llamar «odio social» eso de subir los impuestos a los más ricos. Lo de desahuciar a gente seguramente se hace de buen rollo y con empatía. Guerra cultural y lucha de clases en toda regla.

En España está habiendo un desembarco monumental de grandes empresas sanitarias, como la multinacional Fresenius a través de Quirón. La aparición de estos monstruos privados de la salud no tiene consecuencias inmediatas, porque el estado concertará sus servicios de manera que la población no sentirá merma en la atención sanitaria. A medida que la sanidad concertada desplace a la pública, el funcionamiento ordinario del mercado irá encareciendo esos conciertos hasta llegar a la situación que tenemos con los dentistas: que no se puede pagar el concierto y las clases humildes sí irán sufriendo merma en los servicios. De todo esto se habló abundantemente estas semanas atrás. Las eléctricas están mostrando en jornada de puertas abiertas otra cosa añadida. Está mostrando cómo presionan los grupos de presión poderosos. Aprovechan el contexto de guerra para alcanzar beneficios absurdos a costa del resuello de la población y de las empresas y mueven palancas y despachos para que nadie les toque esos beneficios corsarios. La salud es una materia todavía más sensible que la energía. Cuando los beneficios de las multinacionales sanitarias sean los beneficios de las grandes empresas que comercian con lo básico, no tendrán solo beneficios. Harán aquello a lo que toda gran empresa privada aspira: constituir un monopolio o un oligopolio. Tendrán poder. Y lo ejercerán como las eléctricas nos muestran que lo ejercen los oligopolios. Condicionarán las leyes y el servicio de salud según sus intereses. La atención sanitaria será desigual. La democracia habrá sufrido otro tajo. No se invierte en un lobby tan costoso para que después los gobiernos te digan lo que tienes que hacer y los derechos de la población pasen por encima de los beneficios.

El trabajo de la ultraderecha será el que anunció en el mitin de Vox Giogia Meloni, con voz cazallosa, cuando entró en trance y parecía la niña de El Exorcista: tejer odios donde encuentren acomodo la rabia y frustración de los cada vez más numerosos que pierden. Mientras te quitan el médico y los oligopolios tienen en nómina a los que toman las decisiones, intentarán que agitemos los puños por la universalidad de la cruz contra el islam, por la familia contra los homosexuales, por la raza contra los extranjeros pobres. Y la lucha de clases de los humildes no será contra los ricos o los oligopolios, sino contra los cargos públicos, tratados como «burócratas», o contra funcionarios y clase media profesional referidos como «oligarquía». La falta de certezas y la confusión de estos tiempos favorece el desquiciamiento y ahí pescan estos energúmenos que fingen la indignación de los humildes sin sacar la lengua del culo de las verdaderas oligarquías.

Pero no es tan fácil quitarnos el médico y los servicios públicos sin nuestra colaboración. La guerra cultural es una guerra de propaganda. La guerra cultural requiere método y maneras. Pero sobre todo requiere claridad. La izquierda tiene que vender menos ideología y ser más reconocible como izquierda. Hace bien en sentirse moralmente superior a la derecha, porque lo es. Pero solo cuando es reconocible.