En todos los cursos siempre hay un momento en que se les recuerda a los estudiantes la aritmética del examen, cuánto vale cada pregunta, cuánto vale tal o cual práctica. Suelo aclararles que la nota aritmética puede ser alterada por lo mejor o lo peor que haya hecho el alumno. Un pico de brillantez puede convencerme de que un examen con un siete es de alguien de sobresaliente. Y puede parecerme que lo más disparatado o torpe de un examen con un siete sea impropio de un notable y baje la nota. Cuando me da un ataque de transversalidad y valores, les digo que en la vida se hacen cosas bien y mal, pero que hay que cuidar siempre hasta dónde nos degradamos en nuestros peores momentos, siempre es importante cómo de bajo es lo peor. Si lo peor que pasa en una pareja es que él le pega a ella, por ejemplo, cualquier suma que dé aprobado debe corregirse hacia el suspenso.
Debemos acostumbrarnos a decir y pensar la palabra libertad en plural, libertades. En singular la palabra es muy confusa. La grita el Opus Dei para la enseñanza, la reclama cualquier matón o cualquier banda para que la autoridad no agobie y la usa Díaz Ayuso como eslogan para predicar la barbarie. En plural es otra cosa. La palabra libertades se mueve en la boca de los neoliberales rapaces como el enjuague de pasta dentífrica que se acaba por no tragar. Los sectarios ultracatólicos la dicen poco y cuando la dicen parece una palabra extranjera. Cuando la palabra libertad se grita en serio, con los puños apretados y muchos a la vez, es porque se nos niega algo muy concreto y nada ambiguo: las libertades. Las libertades van mal en Europa y muchos puñales apuntan hacia ellas. El fantasma helado de la ultraderecha recorre Europa, las dictaduras son una posibilidad real. No sería con golpes de estado y a tiros. Eso vendría después. Será aprovechando las debilidades de la democracia, ocupándola y disecándola, dejándola con su figura exterior, pero sin vida, como en Hungría. La democracia se iría como en Star Wars, con el voto popular y con un sonoro aplauso. Las próximas elecciones de Italia y EEUU ya serán de hecho entre democracia y dictadura. Italia va hacia un gobierno a tres, con dos amigos de Putin y una fascista anti europea, que la harán una estaca clavada en el cuerpo de la UE. En EEUU no se sabe hasta dónde llegarán los afanes golpistas de los republicanos. Ellos, Putin y China quieren una Europa a granel, sin UE, y el fantasma helado crece en la propia UE, financiada por clases altas que no quieren clases medias molestando en sus restaurantes. Cabe la pregunta obvia de cómo puede ser antidemocrático lo que la gente vota democráticamente, qué iluminación superior cree tener quien lo dice, si cree que la ultraderecha crece en Europa porque la gente es boba y, como diría Vargas Llosa, vota mal.
La gente no es boba. Son habituales los simulacros de incendios. Podría parecer que se hacen porque la gente es boba. Es fácil de entender lo que hay que hacer en caso de incendio, lo explican hasta la saciedad y figura en carteles. Pero como la gente debe ser boba, hay que hacer simulacros porque se ve que no lo entienden. Es evidente que no es así. El individuo piensa, la masa no, y todos somos las dos cosas, individuo y masa. En conciertos de rock o funerales somos masa. Muchas veces nos gusta diluirnos y desaparecer como individuo en una masa superior. Eso es lo que buscamos cuando vamos al Carmín o fiestas multitudinarias. Es incluso bueno. Pero es peligrosa esa condición cuando se desata la violencia en un partido de fútbol o cuando hay un incendio. El miedo es uno de los factores que nos hace masa y por eso se hacen simulacros, no porque seamos bobos. Los partidos políticos gastan mucho dinero y se corrompen para financiar sus campañas electorales como si fuéramos bobos y fuéramos a votar por el tamaño y color de los carteles. Tampoco es así. La publicidad ordinaria no parte del supuesto de que seamos tontos, sino que tenemos vulnerabilidades naturales. La ultraderecha está desplegando, con mucho dinero y aprovechando pandemias, guerras y crisis, las tácticas que excitan en nosotros los estados emocionales de ira, miedo, desesperanza o confusión que nos hacen masa, para que votemos como si estuviéramos en un incendio, pero sin simulacro. No hay que ser un iluminado para comprender que la democracia se puede ir con el voto popular y con el aplauso de la mayoría, que se nos puede masificar ante unas elecciones.
El terreno se prepara cuando hacemos un mal balance de lo mejor y peor que está pasando y trivializamos la degradación de lo más bajo. Se reconocen los derechos de las mujeres, pero a la vez es más fácil corear en tribunas políticas zafiedades machistas y hacer bandera de la desprotección frente a la violencia de género. Mejora lo mejor, pero empeora lo peor. Las leyes protegen a minorías raciales y eliminan discriminaciones por orientación sexual. Pero se hace normal que Antena 3 entreviste a un tipo con anagrama fascista en la camiseta soltando bufonadas racistas sin que la periodista haga lo que parece que cada vez más periodistas creen que es el periodismo: sujetar el micrófono. Lo peor es más bajo que antes. La entrevista era sobre la fiesta de Froilán en una discoteca llena de nazis y narcos que acabó a tiros. El suelo de la monarquía no deja de descender en sus mundos de yupi. El estado del bienestar, el que reconoce la obligación de todos para garantizar los derechos de todos, fue declarado obsoleto por Aznar hace más de diez años. El laicismo según el DRAE es la independencia del Estado de cualquier confesión religiosa y, según cualquier demócrata, creyente o no, es condición para que un estado sea democrático. Los obispos y las derechas prefieren la patraña de que el laicismo es una ideología comecuras para que su sectarismo parezca la defensa a un ataque. Todavía hace poco el párroco llariego Gómez Cuesta dijo que la laicidad es algo esotérico y arcaico. Se hace apología patriotera del colonialismo, diciendo que hay colonialismos buenos y malos. Seguro que en Roma había esclavos tratados con humanidad por sus amos, pero la esclavitud, como el imperialismo, es un mal, no hay esclavitud buena y esclavitud mala. Se extiende el periodismo que miente sistemáticamente y entra en conspiraciones mafiosas con cloacas policiales y ultras antisistema y se hace a plena luz, sin que pase nada. A todo esto, lo llaman guerra cultural.
Lo peor está empeorando, el suelo de las democracias es un paúl cada vez más mefítico. Todo lo que normalice la indignidad contribuye a ese lodazal que prepara el camino de la dictadura ultra. Cuánto se blanqueó a la ultraderecha y a los ribetes ultras del PP para meter en el mismo saco a Podemos y fingir altura de miras. Hay que blanquear mucho para comparar a quien quiere subir el salario mínimo con el que quiere perseguir inmigrantes de piel oscura. Hablo, por ejemplo, de la SER. En los trágicos meses de confinamiento se hicieron proclamas golpistas y las derechas, la ultra y la non plus ultra, hicieron pasar por oposición verdaderos intentos de sabotaje y de cosas peores. Pero, por lo de la altura de miras, muchas veces oí en la SER la cantinela del drama de los españoles mientras no se ponían de acuerdo «los políticos» (qué expresión tan querida por la ultraderecha). Ejemplifico con la SER porque así, por pendencias mezquinas, es como van poniendo también tacitas en el pantano quienes no pertenecen a ese mundo.
No se sube si crece la pudrición en el suelo ni se mejora cuando se empeora lo peor. Hay que rechinar con cada indignidad grande o pequeña que pase a nuestro lado y luchar, no solo por mejorar, sino también, y como si fuera una tarea de mantenimiento, por hacer firme lo conseguido. «Lo peor no resulta tan malo cuando ocurre. Ni la mitad de lo que uno se imagina antes de ocurrir», decía Curtin en El tesoro de Sierra Madre. Una afirmación sabia. Pero es la típica verdad que nadie quiere comprobar y la típica sabiduría que no queremos ejercer.
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