En Gijón y en las mestas

OPINIÓN

Hípico de Gijón, en una imagen de archivo
Hípico de Gijón, en una imagen de archivo PDM Gijón

01 ago 2022 . Actualizado a las 12:18 h.

Primero fue el hípico de La Felguera a finales de junio, Saltando de hípico en hípico; después el de Luanco a mediados de julio, Saltando en el Miramar de Luanco. Y fue a finales de agosto, Y de la Virgen de la Guía a Las Mestas, cuando bajé de la plataforma del tranvía en el Campu de La Guía, en dirección a Las Mestas, cruzando la carretera de Villaviciosa, bajando entre las arboledas del merendero Jay Alai, oyendo los chillidos de las golondrinas voladoras.

Dicen que en aquella carretera hubo un fielato con guardias verdes, verdes también eran los del fielato del Padrún, a las puertas de Olloniego, no dejando pasar huevos y garbanzos traídos de Castilla. También hubo en La Guía una barraca en la que se freían churros y porras con humos como nubes. El lector preguntará: ¿En qué año fue todo eso? Y la respuesta es fácil: «Todo lo que está pasando, ya ha pasado hace mucho».

Antes, al final de la recta calle, la del Profesor Pérez Pimentel, el tranvía descolorido y su jardinera, que salieron del palmeral de Los jardines de la Reina, junto al Muelle de Gijón, giraron entre chirridos de ruedas y carriles, hacia la izquierda, pasando por delante de un chalét verde, casi en una esquina, en el que ondeaba una bandera de Brasil. El tranvía, que era como una máquina sin freno, corría hacia Somió, al redondel de Villamanín, fin del viaje. Poco después, la Compañía Gijonesa de Tranvías decidiría encerrarlos para siempre en las cocheras de El Bibio, siendo sustituidos por unos autobuses, de poderosas ballestas, de la marca Pegaso, cuya línea iba de Somió a Pumarín.

En tiempo de verano, atravesar la calle Corrida no era fácil al estar de moda y repletas de gentes las terrazas cubiertas con toldos de muchos colores, al atardecer y anochecer bebiéndose Cubatas y Mirindas; terrazas de los clásicos cafés, como El Express, con puerta giratoria, y de las cafeterías nuevas como Tivoli, Korynto y Mayerling. Cerca de la calle Corrida estaba la del Buen Suceso, en un sótano de la cual estaba La taberna gallega, viéndose desde lo alto de la escalera el mostrador tabernero, en cuya barra se oían las voces ilustradas del médico Gamallo, descamisado y pasional, y las de Carril, el de la La Taberna, que arreglaban mundos en presencia del Depositario del Ayuntamiento, también gallego.

El cocido madrileño, no el gallego, de La Taberna gallega era como el del Lhardy de Madrid; la merluza era tan sabrosa como si la hubiese cocinado la misma Loliña en su restaurante, en Carril de Pontevedra. Aún más cerca de la calle Corrida, en la calle Santa Lucía, estaba el Bar Corona, al que se entraba por Santa Lucía y por Buen Suceso; local muy frecuentado por los pollos peras o peras pollo del Gijón de aquel entonces, que en su día llevaron pañales de hijos ricos. Las quisquillas del Corona eran inmejorables y las aceitunas con pepita excelentes. Tomar una copa de vino en el Corona, acompañada la copa de una quisquilla o de una gamba, era cosa de placer, casi tanto como beber un Martini en el Danieli veneciano o bañarse en un balneario de Baden-Baden o en el de Guitiriz.

Vicente Otero, sin necesidad de visitar la botica de su pariente político por fortaleza de cuerpo y alma, «Chicho», el grande, moreno-tostado como los brasileños de la selva amazónica, muy de Gijón y de sus clubs, entonces de «postín» como el Tenis y el de Regatas, era el cónsul de Brasil en Gijón. De ahí lo de la bandera en su chalé, próximo al cual había unas villas majestuosas como las que frecuentaba Proust en la Belle Epoque, por los años veinte del pasado siglo, mirando a las sombras con calidoscopio.    

Por aquellos tiempos el llamado «Cuerpo Consular» era de alto nivel en Gijón, pues eran cónsules de potencias extranjeras, además de don Chicho Otero, don Alfredo Paredes, que lo era de Panamá, y don Enrique Roces, que lo era de Colombia. De los tres, el más comerciante fue Alfredo Paredes, que en los años sesenta tuvo unos fastuosos Grandes Almacenes, llamados Almacenes Paredes, en la Avenida de Pumarín, hoy Avenida de la Constitución, vendiendo magnetófonos y aparatos de música de la marca Kolster. Antes de morir, no hace mucho, me entristeció don Alfredo, aún entre papeles de comercio y presentación de cuentas, al verle ciego.  

El campo hípico de Las Mestas, regresemos a él, en Gijón, era espectacular, como un jardín de los que hay en el Sur de Inglaterra. No se veían obstáculos en su horizonte lejano, ni límites ni delimitaciones por obra del hombre; todo era horizontal y sin paisaje, o todo paisaje. Ahora, por el contrario, todo son ladrillos y mamotretos. Tenía Las Mestas el colorido tan especial que tienen los hípicos de alturas y no de carreras, caso este último el de Longchamp en Paris y el de Constantinopla, cerca de la Mezquita azul.

Gijón fue la única ciudad asturiana que tuvo un Club Hípico, el llamado luego CHAS, una sociedad que se fue constituyendo poco a poco en los años sesenta del pasado siglo, habiendo en la Plaza del Parchís cuatro maderas con forma de caseta para apuntarse y hacerse socio, estando al frente del apuntamiento una mujer aficionada a los caballos, que, por el mucho sol, como tantas gijonesas, de blanca se puso negra, o de mucha morenez. Iba vestida con una bata azul. 

El CHAS fue posible por la intervención de personajes importantes en el Gijón de entonces, que se reunían a comer en muchos sitios, también en La Figar de Jove, magistral en pescados y tan recordada aún hoy, en Jove, que fue tan distinguido. A veces los próceres comían acompañados de La Gringa, de piernas gordas y de tobillos también gordos ¡Qué importantes son los tobillos delgados! ya exclamé hace meses.

Sin ninguna relación con La Gringa, por allí andaba el constructor don Severino Canteli, que hizo mucho por el CHAS y del que llegó a ser presidente, inmenso y de potente vientre, de más de cien kilos; antes minero de la mina como tantos carboneros y ferreros llegados a Gijón desde las dos principales Cuencas, la del Caudal y la del Nalón. Gijón, al igual que Candás, siempre fue pasión y vicio de los de las minas. Es como si el mar, la mar, ante el peligro de ahogarse en el interior de una mina, fuese preferida.

El Concurso Hípico Internacional de Gijón, en el campo de Las Mestas, durante años, fue internacional gracias a que los únicos jinetes internacionales fueron los portugueses, Caldeira y Malta da Costa, este último muy astuto, pues se libró de hacer la «mili» en Angola, como tantos jóvenes portugueses, en tiempos del dictador Salazar. Malta da Costa, montando a Novelista, ganó finales «grandes premios» en Gijón, en cerrada disputa con el gordo Goyoaga, de cara ya del color del vino, que montaba al potente y superstar Kif-kif. Paula, la amazona consorte del último, era larga, flaca y pálida.

Por el Campo se paseaban los demás del equipo olímpico español, militares como Martínez de Vallejo y Queipo de Llano y civiles como Goyeneche, Camps o el mismo Duque de Aveiro.