Antes de regresar a Oviedo

OPINIÓN

CSIO-Gijón

07 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El gallego Valle Inclán, la historieta que tituló La Corte de los milagros, sobre la Reina (Isabel II) destronada, borbónica y grasienta, la comienza así: «Espadas de sargentos y espadas de generales. Bazas fulleras de sotas y ases». Y es que en los concursos hípicos de aquel entonces, los que más competían, eran los llamados oficiales y jefes del Arma de Caballería, que en los escalafones estaban entre los sargentos, que eran mucho menos que oficiales, y los generales, que eran mucho más que jefes. Los oficiales y jefes montaban con espuelas, botas como polainas y con fusta de restallo. Se oían los relinchos de los caballos, que eran los suspiros del dolor.

El jefe de más alta graduación saltante en Las Mestas era un coronel apellidado Ortega, no sabiéndose bien quién hacía mayor esfuerzo al saltar, si el caballo o el jinete, gesticulando, en figura descompuesta, soplando con la boca pequeña. El oficial de menos graduación saltarín salió en el hípico de Pola de Siero: se trataba de un alférez, apellidado Manero, no precisamente de brillante carrera, que saltaban él y sus caballos como podían. Toda una extravagancia, pues los de tan bajo oficial empleo en aquel tiempo eran los de Monte la Reina, como el nieto mayor de Pemán, hoy contra Kichi, alcalde de Cádiz, que fue alférez de milicias, en Gijón, en la entonces Agrupación Mixta de Encuadramiento 7, en El Coto.    

De empleo inferior al coronel Ortega, hacía piruetas en Las Mestas un teniente coronel, también cerca de jubilarse, que, a su caballo Hurluberlu, peinaba las peludas crines con artísticos moñitos como de «nenaza» de La Asunción. López del Hierro, el teniente coronel, y Hurluberlu, el caballo, fueron muy importantes, pues en su día llegaron a ser campeones mundiales de salto de longitud, saltando la llamada «charca», obstáculo importante ya que la caída al agua de los jinetes, por rehúse del equino, daba para mucha «coña» y risas. Ante la «charca», los campeones del mundo, jinete y bestia, hacían cabriolas, como con desinhibidos deseos y de sexo. 

Las Mestas, con ocasión de los grandes premios en tardes de feria y sol, se llenaba de mirones y apostantes, unos en los palcos más altos de la nueva tribuna y otros en los de abajo, y comprando, sin parar, boletos para la «triple gemela». Se podría decir que «todo Gijón» estaba en Las Mestas, aunque faltaran importantes. Faltaban las de La Bombonera, ella y sus dos hijas, las del principio de la calle Corrida, que esparcían por esa calle los olores exóticos del chocolate sin churros y los bizcochos esponjados. Faltaban Vega Arango y Osorio, éste marino de guerra en tierra, que seguían jugando al tenis en el nuevo Club, tan cerca de Casa Chicho; por ese tiempo, Vega Arango, luego muy importante por el  Sporting, por las calles de Gijón conducía un impresionante vehículo, parecido a un «haiga».

Y faltaba la muy recordada e importante Cuca Alonso, que, por aquel tiempo, tenía una tienda que llamó Pochola, nombre de niña «poniéndose de largo», enfrente de la perfumería de Luisina, mujer de sonrisa y suavidad, y de la droguería de su hermano, mi  recordado Alfonso Peláez. Aún hoy recuerdo con mucha pena a la valerosa Cuca. Y en Radio Norte, de la calle Corrida, primos de los de Radio Norte de Oviedo, en Uria, entre Almacenes Botas y el cine Aramo, vendían discos, a 33 revoluciones con canciones de La Violetera y a 45 de Machín y sus mariachis.

De los muchos gijoneses que por Las Mestas caminaban, recordaré a un gran aficionado, y gran apostante, desgraciadamente desaparecido antes de tiempo, de una saga de radiólogos gijoneses de primera fila. Y recordaré también a los veraneantes de Madrid con residencia en Somió, gentes de posta y postín, que, injustamente, un amigo mío, sin duda por envidia, llamó «los conejos». Nunca dijo mi amigo, ni yo le pregunté, si tal asimilación a lo conejal era por lo de las orejas largas o por el rabo corto, tan corto como el de las tortugas.

En los largos descansos entre serie y serie, se veían en las hileras de apuestas a gentes de Oviedo desplazadas a Gijón, que contemplaban también desde sus palcos eso tan gijonés que fue y sigue siendo la torre de la Universidad Laboral, entonces de Girón de Velasco y de los jesuitas. Estaba Baldomero, que de bípedo pasó a tener  una sola pierna, siempre acompañado de su esposa Rosa y de color rosáceo, que contaba sin parar historias de la Casa Rosa, la de la calle Arzobispo Guisasola, donde vivían en Oviedo. 

No podían faltar Rita y Manolita, ovetenses de toda la vida, que, aunque mayores, vivían solteras y cuidadas por su respectiva Tata. Rita vivía mirando a La Escandalera; Manolita, que iba y venía de un sitio a otro haciendo obras de caridad, vivió en la calle del Sacramento, muy de canónicos, beneficiarios eclesiásticos y de personal auxiliar de la Santa Iglesia Catedral. Manolita y Rita, tan de Oviedo, que eran socias de la SOF y de la Opera, naturalmente, y durante el invierno jugaban a las cartas en el Real Automóvil Club, en el «rascacielos» llamado, con humor ovetense, La Jirafa.     

Al terminar la jornada hípica, tenía lugar la entrega de trofeos. La ya indicada Agrupación Mixta de Encuadramiento 7, además de fuerza militar, estando encabezada por el teniente coronel Guiote y el comandante Cienfuegos, era también patrocinadora de pruebas hípicas, entregando los  trofeos. A dicho efecto, y sólo a ese, salía del palco municipal el cachazudo alcalde gijonés, el del Muro destrozado y el de las gafas verdes como verdes eran los culos de los vasos verdes. Colocaba el regidor en los caballos ganadores, junto a las orejas, los coloridos rosetones de premios, verdes, azules y rojos. Eso era antes de que don Ignacio B., que tenía un nosequé entre divo y torero, ascendiera a Jefe Provincial del Movimiento de Soria, la ciudad de San Saturio y de los poetas muertos, muertos como los de Gijón.

Y ya concluidas las Fiestas de agosto en Gijón, así declarado por Daniel Arbesú Suárez, alumno de don Fermín, en la emisora EAJ19 de la calle Asturias de Oviedo, era tiempo de regresar a Oviedo, parando en la Venta del Jamón, enfrente de la parroquia de Santiago. Para ello, en la ya vieja Estación de Autobuses de Gijón, subí a lo alto de la baca de una tartana de línea, traída, según dijeron, desde la Luarca vaqueira.