Sometidos a la intemperie

OPINIÓN

Vista de los depósitos de gas de la campa de Torres en Gijón y central térmica de EDP en Aboño
Vista de los depósitos de gas de la campa de Torres en Gijón y central térmica de EDP en Aboño J.L.Cereijido | Efe

09 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Nadie sabe qué derrotero tomará la crisis energética en curso y si nuestra dependencia de los combustibles fósiles nos llevará a una situación riesgo efectivo en el suministro en los próximos meses. Ciertamente, para ello nos preparan, pero, si los peores augurios llevan a determinadas restricciones, nadie debería subestimar la intensidad y virulencia de la respuesta. En este mundo donde no hay lugar para las revoluciones pero sí amplio espacio para las revueltas y sus fogonazos, la mitad son por el precio del cereal y la otra mitad, por el precio de los combustibles (o por la retirada de los múltiples subsidios y ayudas directas o indirectas para su compra, a las que también estamos abonados).

En nuestro país, hemos hecho parte del trabajo de desgaste previo, acrecentando el riesgo porque no hemos sido capaces aún de articular alternativas energéticas lo suficientemente robustas. Por razones medioambientales y económicas hemos prescindido de los combustibles fósiles locales sustituyéndolos por los que adquirimos a terceros países, muchos de los cuáles no tienen ningún reparo en utilizar esa palanca en nuestro perjuicio, cuando vienen mal dadas. Con el flujo constante de divisas a los países productores se financia de todo, desde poderosos ejércitos que combaten en Yemen, Siria o Ucrania a la compra de terrenos cultivables y concesiones de infraestructuras en medio mundo, pasando por activos empresariales con domicilio social en las grandes capitales y terminando en equipos de futbol de postín y competiciones deportivas de toda naturaleza y condición. El mundo necesitado del gas qatarí le concede al emirato un torneo de fútbol que se cambia de fecha a conveniencia y en el que, en la construcción de los estadios, pierden la vida 6.500 trabajadores (según el estudio de The Guardian); nadie se despeina y lo hacen porque pueden. La urgencia de asegurar el petróleo saudí permite a Mohammed bin Salman escabullirse de cualquier responsabilidad o reproche por sus crímenes, incluyendo el cruel asesinato del periodista Jamal Khashoggi; igualmente, pelillos a la mar, le dicen Biden y Macron. Y los muchos países y actores económicos a los que la agresión rusa sobre Ucrania les trae sin cuidado aprovechan la coyuntura para conseguir oportunidades comerciales en el desvío fuera de los mercados europeos del gas o el petróleo del agresor. Los ejemplos de los efectos geopolíticos y económicos de la dependencia energética y cómo nos pone a merced de intereses espurios, son infinitos. A mayores, nuestras decisiones de política exterior nos sitúan en posición precaria, no hay más que ver la rapidez con la que Mario Draghi ha aprovechado las tensiones con Argelia para situar a Italia en mejor posición como comprador del gas extraído en el país mediterráneo, al que hemos decidido desairar en una combinación de torpeza e iniquidad (puesto que lo hacemos, además, desentendiéndonos de nuestras obligaciones respecto de los derechos legítimos del pueblo saharaui).

Renunciamos a explotar el gas de esquisto para acabar comprándoselo a Estados Unidos; dejamos a la deriva nuestra industria de biocombustibles para depender de las importaciones; y, en un contexto de necesidad urgente de fuentes alternativas, no acabamos de aprovechar plenamente las ventajas de nuestra industria de renovables. Sólo así se explica que, a pocos meses vista de un periodo que se promete duro, no haya un verdadero plan de despliegue del autoconsumo que pueble las azoteas de placas solares, o de obras masivas dirigidas a la mejora de la eficiencia energética, porque, aunque haya profusión de medidas de fomento y sucesivas mejoras regulatorias (y ahí este Gobierno sí se ha aplicado), lo que se necesita probablemente sea un cambio de paradigma y no parches, mientras no haya otras fuentes disponibles suficientemente maduras. Por cierto, tampoco estaría de más impulsar la industria europea de producción de los materiales necesarios para el desarrollo de esta actividad; basta, por ejemplo, comprobar la dificultad para conseguir inversores o placas solares de manufactura europea. Al igual que nos hemos dado cuenta (tarde) de la importancia de contar con factorías de semiconductores, debemos reducir nuestra dependencia de la producción en terceros países (singularmente China, de donde vienen la mayor parte de placas solares del mercado),

Mientras afrontamos con los dedos cruzados los próximos meses, la receta que nos expide individualmente el Gobierno es adaptarnos a temperaturas mínimas y máximas (en edificios administrativos, comerciales y de pública concurrencia) dos grados inferior y un grado superior, respectivamente, modificando al efecto el Reglamento de Instalaciones Térmicas. Naturalmente no es una «dictadura plena» como algún munícipe local ha dicho de manera procaz (empezando por el hecho de que ya existían limitaciones en esas temperaturas, que son las que se cambian), pero la medida, y la parafernalia con la que se ha presentado, sí tiene el aroma intrusivo e hipócrita de la moralina pública, que ya hemos saboreado tantas veces durante la pandemia (entonces con otros tintes más lesivos y dramáticos). Aquí nadie es más insolidario por necesitar, en función de sus sensaciones, el aire acondicionado un poco más fuerte, que cosas parejas y otras peores se están diciendo. Asunto distinto es aplicar el sentido común y considerar, como en cualquier acto de consumo (no sólo el energético), la finitud de los recursos y la huella ambiental que dejamos. El meollo del asunto no está ahí, en todo caso, sino en el carácter insostenible del modelo y nuestra incapacidad para superarlo, aferrados como vivimos a una idea letal de productividad y crecimiento perpetuos, que se vuelve inabordable una vez extendido por todas las esquinas del mundo.