Salman Rushdie y los libros

OPINIÓN

Salman Rushdie, en una imagen de 2017
Salman Rushdie, en una imagen de 2017 Rafal Guz

20 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Dice uno de los personajes de Chirbes, en La buena letra, que algunas palabras son como cápsulas de un vidrio muy delicado y que con un solo uso se rompen, vierten su contenido y ensucian. La mujer que lo dice cree que hay palabras que no deben ser dichas en voz alta, porque no se pueden pronunciar sin hacer daño. Se queda corta. Si los diccionarios tuvieran que poner una marca en cada palabra venenosa, deberían marcarlas a todas. Pero esta mujer además se equivoca. El veneno de las palabras está en las malas compañías. Cada palabra está en el diccionario sola y con una especie de reactivo inocuo dentro. La explosión y la mancha vienen de combinarse esos reactivos. Cada palabra se pronuncia con otras palabras y en un contexto, y así provocan una reacción que atrae a nuestra mente datos, recuerdos y emociones. Y a veces se juntan en gran cantidad formando un libro, es decir, una red compleja de esos reactivos que convoca en nuestro cerebro mundos enteros, que pasan a circular en nosotros agitando nuestra mirada y nuestra experiencia. La lectura, al ser una tarea lenta y extensa, abre los poros y provoca una circulación intensa entre nuestra experiencia y nuestro conocimiento con los mundos fingidos del libro. Durante la lectura suelen aparecer entretelas de nuestra vida que no se ven a simple vista en la experiencia ordinaria. Por eso con la lectura el conocimiento crece y la vida brama. Y por eso, los libros a la vez nos fascinan e infunden temor.

Durante décadas estuvo secuestrado y censurado el Mein Kampf de Hitler. Sería ingenuo pretender que los demócratas no temían a ese libro y que no produce desasosiego que se agotaran varias ediciones nada más que se pudo volver a editar, en 2016. En realidad, la mayoría no tememos a los argumentos nazis, estamos muy seguros de las razones de nuestra repulsa y estamos muy seguros de que la repulsa es compartida. Pero Mein Kampf, Mi lucha, es un libro, un potente generador y devorador de contextos y circunstancias. Su lectura es un acto extenso, en el que abrimos las venas, dejamos fluir su contenido y lo dejamos interactuar con nuestra memoria, nuestra frustración o contento, nuestra esperanza o desesperación. Y sabemos que todas esas palabras juntas son reactivas y, en el contexto adecuado, son capaces de hacer algo más que manchar. Mucha gente tolerante y abierta teme a todos esos lectores con las venas abiertas dejando que la voz de Hitler pasee por su sistema nervioso fundiéndose en él con el mundo real. Por supuesto que debe editarse. Pero, por demenciales que nos parezcan las ideas nazis, a todos nos intimida que esa demencia se concentre en un libro, todos intuimos el poder de semejante artilugio.

Quienes dictaron la fetua contra Salman Rushdie por Los versos satánicos, lo hicieron desde luego desde un fanatismo odioso, pero no desde la ignorancia logística. Apuntaron contra una poderosa arma enemiga: el libro y la lectura, la ficción literaria que agita y hace chisporrotear mundos y vivencias. Apuntando a Los versos satánicos apuntaron contra la lectura de la única manera en que hacerlo no es algo abstracto, sino algo concreto y palpable: condenando a muerte al escritor. Enfurecerse por un libro parece locura, pero para el fanatismo es un acierto táctico, una percepción correcta de dónde está el poder del enemigo. Un maltratador quiere a su pareja quieta donde la pueda ver, controlar sus whatsapps y saber quién la llamó. La dominación exige que el mundo de la persona dominada sea lo bastante pequeño como para ser controlable. La lectura, en su lentitud serena, ensancha las circunstancias, multiplica la experiencia, relativiza vivencias y certezas. El mundo de la mente lectora es demasiado amplio para la dominación fanática. El fanatismo necesita que las lecturas sean doctrinales y rituales, lo bastante rígidas y repetidas como para que los mantras formen tabiques más que ideas. Y necesita lo contrario a la lectura: la urgencia. No hay fanáticos si no hay algo urgente grave o glorioso a punto de ocurrir.

Los grupos humanos solo se hacen eficaces colectivamente si hay apego interno, es decir, solidaridad compulsiva, aceptación mutua irracional sin necesidad de merecimiento, el equivalente de la gracia divina. Ningún grupo se sustrae a ese mecanismo, a la vez necesario y peligroso. El apego colectivo más intenso, las estructuras de cohesión e identificación grupal más fuertes, aparte de la familia, son la nación (tribu, estado, comunidad, …) y la religión. La emoción nacional es configurable y en cierto modo domesticable en estados democráticos. La emoción religiosa pierde su componente impositivo y fanático en sociedades laicas, las únicas que pueden ser democráticas. Pero en el vientre de la democracia caben muchas cosas. En ellas burbujean nacionalismos raciales y fundamentalismos religiosos. En las sociedades totalitarias teocráticas el fanatismo religioso es el envoltorio compulsivo del poder. Por razones geopolíticas, por el totalitarismo de países emblemáticos donde ese culto es mayoritario y obligatorio, por ser el componente ideológico y emocional de terrorismos desbocados, las prácticas musulmanas más fanáticas se destacaron varias veces por su violencia sin control. Todas las sociedades tienen en su suelo, como líquido inflamable siempre propenso a explotar, racismos, supremacismos organizados, nacionalismos excluyentes y oscuros fundamentalismos religiosos al servicio de ideologías reaccionarias, todos ellos muy activos y muy financiados en estos tiempos. Solo caben acciones colectivas contra la democracia si todo ese inframundo incendiario consigue enredar la desorientación y desesperación de mucha gente en sus peligros inventados, sus glorias inminentes deliradas y sus odios de tebeo. No vale de mucho espantarse por la agresión a Rushdie sin inmutarnos por los fundamentalismos religiosos que crecen y engordan a plena luz del día, con financiación generosa, y van empapando las sociedades democráticas.

El islam sobresale en picos de fanatismo y violencia, pero es un sarcasmo asociar las formas más fanáticas del islam con tonos morenos de piel y turbantes, mientras se lame el culo a dictaduras teocráticas musulmanas cuyo sectarismo y actividad criminal deberían, como mínimo, conmover. Todas las investigaciones y sanciones al terrorismo islámico se detienen al llegar al petróleo, el dólar y el gran negocio. Ahí deja de importar la vida y la muerte y la financiación a fanatismos violentos fluye sin control. En breve tendremos un mundial de fútbol, para negocio de algunos, normalización internacional de la barbarie y vergüenza del fútbol. Es más fácil señalar a alguien con turbante en el autobús.

Rushdie es apenas una variable. Los versos satánicos solo fueron una oportunidad propicia. Había que apuntalar con el odio el fanatismo religioso y la cohesión grupal, de la forma en que el odio prende con más viveza: poniéndole rostro y figura que señalar. El enemigo estuvo bien elegido. Se buscó al más peligroso: el libro y la lectura en la figura de Rushdie. Las puñaladas a Rushdie fueron el mal absoluto. No hay guerra ni imposición que no acabe con quemas de libros. El ama de D. Quijote quería rociar con agua bendita la habitación donde estaban los libros de caballerías por los encantamientos que hubieran salido de ellos. Y tenía razón. De los libros siempre salen cosas que se quedan en alguna parte. Por eso nos causan fascinación y temor.