Urogallos disecados en Santullano

OPINIÓN

Urogallo
Urogallo

21 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

En el anterior, Desde Gijón a la Torre de Teatinos, contemplamos compungidos y llorosos el rótulo allá en lo alto de la Torre, que es memoria de la difunta Caja de Ahorros de Asturias, que se niega a ser enterrada como desean unos. Los sicilianos dicen: Cosa fatta capo ha. La Cinematografía es la historia de los gordos y flacos: unos siguen sin encontrar corsés de su talla inmensa, y otros son tan esmirriados como una línea negra. Ya se sabe, desde la escritura de un célebre francés, lo que pasa con los unos y con los otros: «Los hombres gruesos tienden a la putrefacción y los secos a la osificación». Queda claro,

Al acercarnos al Barrio de Santullano, en Oviedo, de mucha romería y jolgorio, a casa del taxidermista don Rodrigo, la casa número 24, abajo y junto al cuartel del Regimiento de El  Milán, los ruidos de músicas cuarteleras iban en aumento: ruidos de cornetas y cornetines, y ruidos de platillos, bombos, bombas y hasta bombonas. No poder ver a los músicos cuarteleros, permitía imaginarlos más ridículos aún.

El Regimiento del Milán tuvo tal importancia ofensiva/defensiva que mereció tener asignadas dos camionetas de color caqui, destartaladas, con los faros bizcos y guardabarros ya en el suelo, que entraban y salían por una puerta de servicio. Por esa puerta y en aquellas tartanas subían los soldados, con correajes y cartucheras, a rendir honores al Santísimo, siempre bajo palio, por las calles de Oviedo, en la procesión del Corpus, rodilla en tierra y el fusil a delante. Desde los balcones de las casas se lanzaban también al cortejo procesional papelillos y serpentinas.   

La piedad era total en aquella solemne procesión del Corpus. Hasta el cura don Benedicto, el del latín, la Revalida y las Enseñanzas Medias, portaba, rezando, un cirio encendido con riesgo de quemar su lujosa sotana o los zapatos de charol con hebilla. El deán y jefazo del Cabildo catedralicio, don Demetrio Cabo, que presidía la procesión en lugar del Obispo, enfermo de locura, vigilaba al canónigo Magistral, no precisamente don Fermín de Pas, el de La Regenta, sino don Eliseo Gallo (o Urogallo) Lamas. Es importante saber que en aquel tiempo los curas ya habían dejado el trabuco guerracivilista.

Entré, con aquellas músicas militares, en la casa de don Rodrigo, hombre elegante, de chigre y sidra, con boina como la de Baroja, que tapaba la cabeza sin pelo. La planta baja estaba distribuida en cocina y en un enorme salón en el que estaban encajonados, en cristaleras cuadradas, urogallos ya disecados. En la primera planta alta estaba la sala de operaciones y de disecación, con ese olor típico que mezcla lo que ya está vivo con lo muerto; con una mesa enorme en la que había instrumental operativo: hilos, cuchillos y bisturís, alicates, tenazas, ojos de cristal, esparadrapos y tiritas, y muchos cajoncitos con chinchetas y alfileres. Doña Luisa, esposa de don Rodrigo, cocinaba unos estofados a base de carne de urogallo muy sabrosos, mezcla de carnes y caldos de gallina y alitas de pollo, casi de tanto gusto como el arroz blanco con calamares de La Campana o los garbanzos del menú del día del Bar Azpiazu, en la calle Jesús, al lado de la Confitería Arrieta, ya desaparecida.

       

Me contó don Rodrigo la gran afición de la burguesía ovetense, después de la Guerra, por cazar urogallos y urogallinas, aunque como suele ocurrir a los cazadores, siempre fanfarrones, lo importante no era cazarlos sino enseñarlos. Esto último lo digo yo y añado que por aquella loca pasión, no es extraño que hoy, esos galliformes, estén en extinción, con crisis de celo en los machos y con crisis en las hembras que no ponen huevos. Me consta que aún hoy, en Oviedo, un par de mequetrefes, que dicen ser cazadores, enseñan urogallos disecados, cabezas taurinas, cuernos caprinos, trompas de elefantes y demás objetos que, queriendo quedar bien, anuncian patologías de psicoanalista: problemas sexuales. ¡Cuánto me río recordando nombres y apellidos de pertenecientes a la burguesía paleta de Oviedo con colecciones de ese tipo! Y el que quiera ver uno des aquellos urogallos disecados, metidos en enormes cuadrados de cristal, puede acercarse al Real Club de Tenis y contemplarlo. Está a la derecha entrando.

Lo de disecar, por una parte, me disgustaba, y por la otra, me fascinaba, lo cual es normal. Es normal en todo, en la taxidermia o en el amor, que lo mismo que fascina acabe disgustando, bien inmediatamente, bien más tarde. Si usted querida lectora o lector, siente fascinación por lo que sea, para eso mismo detestarlo, sólo tiene que esperar. Comprendo lo difícil que es entender ello un domingo por la tarde en el mes vacacional de agosto, ¡Qué le vamos a hacer…!¡Qué fascinante  y qué detestable es esa pretensión de que lo muerto parezca vivo, animales o personas! Claro que para eso, lo primero que hay que hacer es quitar las carnes, descarnar los cadáveres, para luego exponerlos. Siempre pensé que los taxidermistas deberían pertenecer al mismo sindicato que los de Pompas Fúnebres.

Y desde el tranvía, al pasar por La Corredoria a la que volví, se veían prodigios. Se veían merenderos, a la izquierda, con canchas enormes para jugar a los bolos y a la llave. Se veían arenales de playas artificiales por ideas de concejales con botas como los gatos, que trabajaban mirando la Farmacia de Doña Honorina, la de Castañón, en la Plaza del Ayuntamiento. Y ya saliendo de La Corredoria se veía el chalet gótico de Saro, de familia y apellido de arquitectos, y ya gestor de la importante SEDES, que ya existía, y que los de siempre, de ahora, chorizos del progreso, terminaron con ella. Se decía que en el chalet de Saro, por las noches, encendían las luces los fantasmas grises.

Años después, en mis tiempos de fedatario por Galicia, me acordé de La Corredoria ovetense paseando por las corredoiras gallegas, entre camelias y rosas, portando manguitos de fe y estando acompañado por el escribiente de monaguillo, autorizando las que se llaman «ultimas voluntades». En esas corredoiras, con frecuencia, era visitado por la Santa Compaña y las purgantes almas en pena. ¿Por qué corredorias y por qué corredoiras? Y entre tantas preguntas, volví a subir al tranvía, esta vez cerca de la puerta principal de la Fábrica de Armas de la Vega, llegando a la calle Uría, subiendo por General Elorza y junto a la Estación del Norte.

Dejando a la espalda el Pasaje, en Uría, hice un trasbordo, subiendo al tranvía de dos coches, que procedente de La Argañosa, iba con destino al barrio de San Lázaro, corriendo por Fruela y subiendo por Martínez Marina. Allí, en San Lázaro, barrio antaño de tratantes y leprosos, junto a la leprosería La Malatería, comenzaba el Concurso hípico nacional.