Antropología de la mascarilla

OPINIÓN

Un camarero, con guantes y mascarilla, sirve un café a un cliente, en una plaza de Roma
Un camarero, con guantes y mascarilla, sirve un café a un cliente, en una plaza de Roma GUGLIELMO MANGIAPANE

23 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Una de las curiosidades de este verano es la de ver en algunos espacios de hostelería y alojamientos a clientes entrados en carnes y en años, en bermudas y chanclas, atendidos por camareros veinteañeros, delgados, en uniforme y zapatos (ligeros, pero zapatos) y, por supuesto, sólo éstos enmascarados. El personal de servicio, ya sea en ciertos restaurantes y hoteles, ya sea un número significativo de espacios culturales o de ocio, está sujeto a un código de vestimenta y en el uso social está asumido que así sea. Pero a esa norma inveterada se ha añadido ahora la mascarilla, como un elemento de, llamémoslo así, «decoro sanitario». Pocos símbolos de estatus y jerarquía se encontrarán y lo curioso es que algunos clientes lo aplauden o lo reclaman, aunque no lo practiquen para sí. Naturalmente, la forma de proceder no sólo de clientes sino también del personal, tanto dentro como fuera del establecimiento, ya no es la propia de los tiempos duros de la pandemia porque la mayoría no respetamos las distancias ni nos preocupamos por el denodado escrúpulo que nos persiguió mecánicamente tantos meses; sólo ocasionalmente emerge un mal recuerdo que nos parece de otra vida. Lo mismo sucede, por ejemplo, en un viaje en transporte público, con el añadido de que aquí no es la política de empresa la que manda sino el imperativo legal el que lo requiere (Ley 2/2021 y Real Decreto 286/2022, en vigor aún). Es irrelevante el grado de contacto previo en el espacio cerrado del vestíbulo de la estación o que haya multitud de sitios no ventilados con mayor concentración de personas durante tiempo prolongado donde no se requiere, pues hemos decretado que el medio de transporte, aunque sea por 15 o 30 minutos, es santuario enmascarado. De igual modo, puedes estar en una amplia y ventilada oficina pública siendo atendido tras una mampara separadora por personal que trabaja cotidianamente con mascarilla y luego coincidir con la misma persona en la cafetería más próxima codo con codo en la barra y sin obstáculos.

Ya hemos convertido el uso de la mascarilla no en una medida sanitaria sino en un convencionalismo social, en la representación plástica de que determinados ámbitos formales (aunque no necesariamente en actos solemnes) exigen una apariencia salubrista aunque no se justifique si la ponemos en relación con el resto de hábitos e interacciones de la mayor parte del día. Ya no es, en suma, un gesto barrera sanitario sino una costumbre social que, a fuerza de prolongarse, una parte de la sociedad interioriza, singularmente los niños (carne de protocolo Covid más estricto que el resto, si los padres no lo impedimos) a los que han instruido en que la buena educación pasa por enmascarase. La otra parte que nos resistimos sólo la soportamos estoicamente para no vernos, por ejemplo, ante el impedimento de subir a un autobús de línea. También cuenta una minoría que, por distintas circunstancias personales (la principal, el temor) pregona la llegada letal de la siguiente oleada, se aplica medidas más restrictivas que desearía ver generalizadas y todavía mira de reojo a quien no lo haga (ahora ya demasiados, a su entender), recordándonos que uno de los sedimentos ponzoñosos dejados por la pandemia es la vocación de decirle a los demás, severamente o con la denuncia si es necesario, lo que tiene que hacer.

Si seguimos así se incorporará a nuestro acervo cultural profundo que en determinados entornos se usa la mascarilla por razones sociales, como pretendida deferencia o como expresión de una puntual vocación salubrista, aunque realmente no tenga efecto por no guardar coherencia con el proceder del resto del día. Si no fuese por la secularización imperante, le otorgaríamos un estatus parejo a los rituales y prohibiciones religiosas que guardan relación íntima con la promoción de hábitos saludables o con la preservación de la virtud, desde tiempos ancestrales y según su concepción atávica.

En último término late la persistencia de un estado de crisis (la emergencia sanitaria) no contemplado entre los propios del régimen constitucional de limitación de libertades (alarma, excepción y sitio), pero que actúa como una espada de Damocles, como recuerdo de que se pueden activar con facilidad meramente administrativa una panoplia de medidas más graves que ya dejamos atrás. Sorprendentemente, casi nadie cuestiona la extraña paradoja de encontrarnos al fin, en la mayoría de situaciones vitales, en una aparente normalidad prepandémica y al mismo tiempo seguir teniendo como telón de fondo las facultades excepcionales asumidas por los poderes públicos, mientras no se adopte el formalismo de declarar concluida la emergencia. Como ha menguado (otro legado nocivo de la pandemia), hasta casi extinguirse la concepción elemental de que toda prerrogativa del poder debe ser por definición limitada en tiempo y en alcance cuando afecta potencialmente a los derechos civiles, esta preocupación es ajena al sentir mayoritario. Va en la línea del estado de emergencia permanente en que vivimos, asumido en aras de una anhelada y desenfocada seguridad por cuya perenne insuficiencia, en este y en otros campos, nos hacen temer.

Ya que somos incapaces de tomarnos por nosotros mismos esas libertades que nos pertenecen y ya que, lo más importante, la relativa normalización de la enfermedad y el progreso en los tratamientos y vacunas parecen permitirlo, quizá sea la hora de que los gobiernos renuncien a la perpetuación de la emergencia sanitaria (y con ella, a las medidas y protocolos irreductibles), prosiguiendo por el contrario con una política de refuerzo consistente del sistema público de salud, poniendo fin a la excepción.