Solo sí es sí. El canguelo de las obviedades

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

27 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

«Fuck you, Sarah». Esta es la lindeza que el personaje de Bruce Willis le dedica en una película a su mujer, al final de un triunfal y rocoso servicio a la justicia. «Que te jodan, Sara». Pero fue un momento romántico y ella se fundió en un abrazo con el héroe. Al principio de la película, antes de los peligros y los puñetazos, iban a separarse porque él descubrió al amante de Sara en el armario. En la consiguiente bronca, ella le reprochaba, no solo su ausencia, sino su falta de afectación por nada que tuviera que ver con ella. Se le encaró diciendo que si al menos le dijera «que te jodan» ya daría un indicio de emoción. Él le dijo que se comprara un peluche. Al final de la aventura, Sara va al encuentro de aquel boy scout con lágrimas y un peluche en las manos, y es cuando él le dice «que te jodan, Sara» y los televidentes ablandamos el gesto por tan emotiva reconciliación amorosa. Porque todos entendimos lo que es fácil entender. Las palabras y los gestos siempre llegan en un contexto y ese contexto rara vez es difícil de interpretar. El guionista sabía de sobra que en ese contexto todos entenderíamos «que te jodan» como «sí quiero». Hay muchísimas expresiones o gestos que pueden decir «sí» en el contexto apropiado sin ambigüedad.

Una relación sexual solo es un acto lícito y no violento si es consentido. Se acaba de aprobar una ley según la cual solo hay consentimiento si ella dijo expresamente que sí. El cuerpo (y por tanto el alma) de una mujer no es abordable hasta que ella diga que no, sino solo cuando ella haya dicho que sí. No es pequeña la diferencia. No es lo mismo andar por la vida teniendo que decir «no» a cada acosador para que sea ilegal el acceso a su cuerpo, que andar por la vida sin estar pendiente de acosadores porque solo diciendo «sí» es legal el roce. No es lo mismo que en un juicio ella tenga que explicar con qué palabra o con qué gesto dijo que no a que sea el agresor el que tenga que explicar cuándo y cómo le dijeron que sí. Cuando se trata de derechos de las mujeres, suelen producirse calambres cerebrales que alteran el entendimiento dejándolo muy por debajo y a la vez muy por encima del entendimiento ordinario.

En la vida corriente, como saben los guionistas de las películas y sabemos todos, hay muchas maneras espontáneas o creativas de decir «sí» sin ambigüedad, con palabras, con gestos y hasta con silencios. Pero, decimos, como de derechos de la mujer se trata, a las tribus conservadoras se les caen las entendederas por debajo de lo normal y fingen no entender nada. Dicen que habrá que firmar un acuerdo con expresión explícita de consentimiento y que habrá protocolos medio funcionariales que ahogarán la pasión en su mismo arranque, no vaya a ser que no haya quedado claro el sí. Dicen que, si los preliminares se alargan, habrá que renovar administrativamente el sí, no vaya a ser que a ella se le hayan pasado las ganas y el indefenso varón ya no sepa si sí o si no. El mismo cerebro capaz de entender en contexto adecuado «que te jodan» como «sí, cariño, quiero que volvamos» es incapaz de entender «sí», salvo si consta en algún pliego debidamente formalizado. Y, sobre la base de esas entendederas tan fingidamente limitadas, pretenden que no puede haber atracción que llegue a buen puerto sin naufragar en los espesos protocolos ultrafeministas de la ley de libertad sexual; porque el calambre cerebral que produce cada paso en la igualdad de hombres y mujeres impide entender un «sí» de la forma tan fresca, segura y variopinta como lo hacemos en la vida normal.

Pero, decíamos también, ese mismo calambre que rebaja las entendederas a niveles de emergencia, dispara en el mismo proceso esas mismas entendederas para llevar las inferencias del texto de la ley mucho más lejos de lo que una mente media puede alcanzar. Si la ley dice que solo hay consentimiento cuando una mujer dice que sí, la deducción del cerebro afectado por el calambre es que las mujeres son una subclase de humanos necesitada de la protección de algún machito alfa. Jamás habría llegado por mis propios medios a entender mensaje tan sublime y oblicuo. Y con ese colocón y la potencia deductiva desbocada, infieren también de la ley que los varones pasan a ser presuntos culpables, que se coloca una maldad natural en género masculino y que todo varón es un acosador en potencial; como si las leyes antirracistas señalaran genéricamente a los blancos como presuntos delincuentes. Deducen también, a partir del alucinógeno del prejuicio, que ya no se podrá piropear ni galantear, cuando lo que señala la ley como agresión es el acoso. Yo soy profesor y brindar elogios en mi despacho a los labios, el culo o los pechos de una alumna no es piropear ni galantear; es otro de los momentos en que el calambre del prejuicio deja la actividad cerebral por debajo del entendimiento ordinario. Pero vuelve a subir el poder de la mente donde la ley habla de educación y prevención. Ahí los cerebros dopados por el prejuicio deducen con claridad que van a enseñar a los peques en la escuela posturitas y maniobras sexuales en grupo.

La resistencia a la igualdad de los partidos conservadores y grupos fundamentalistas religiosos alcanza niveles particularmente indignos en las manifestaciones más violentas de la desigualdad, es decir, el crimen machista y la agresión sexual. No hay una mínima racionalidad para la tolerancia de tales atropellos y por eso el discurso conservador se hace especialmente bruto y fanático. Pero tienen sus razones. No es que disfruten con que mueran mujeres, con que bandadas de muchachotes violen a chicas o con que jefazos zafios anden por las oficinas con la bragueta bajada. Pensemos lo siguiente. Si hubiera toque de queda militar todos los días a las diez de la noche, habría menos delincuencia. Pero muchos nos opondríamos con furia. Y no lo haríamos porque disfrutemos de la delincuencia. No nos gustan los delitos, pero preferimos convivir con ese mal a ceder las libertades.

Cuando la mitad de la población que era invisible y no contaba empezó a contar, se dispararon las cifras del paro y esto afectó gravemente al diseño y financiación de la protección social. Cuando la mitad de la población que sostiene entre sus treinta y tantos años y sus cincuenta y tantos a tres generaciones (hijos, marido y padres) insista en vivir como la otra mitad de la población, saldrá del sistema una enorme dedicación a la dependencia y de nuevo habrá que hacer cambios sustanciales en la estructura de los servicios sociales. Son evidentes los cambios en la estructura familiar y en los valores correspondientes. La igualdad afecta a la estructura del sistema. Además los elementos más compulsivos de las ideologías conservadoras, la religión y la nación con sus tradiciones, en buena medida saltan por los aires si se subvierte el papel gregario de las mujeres.

Por eso, los conservadores y la Iglesia no quieren asesinatos ni violaciones, como nadie quiere delincuencia común. Muchos no queremos aliviar la delincuencia con un régimen militar y de la misma manera los conservadores, y más los de raíz franquista que nos tocaron, no quieren atajar los abusos sexuales y los crímenes machistas de la única forma posible, que son las medidas contundentes para la igualdad; porque la igualdad golpea el orden social que quieren mantener y la fibra ideológica de la que se nutren. Por eso estos días estamos asistiendo al despliegue de mezquindad habitual cuando se da un paso, por obvio que sea, hacia la igualdad. Se deforman las medidas no entendiendo nada o entendiendo demasiado; se denigran y distorsionan las políticas y activismos feministas, para defender el machismo más grosero por la puerta de atrás: el machismo está mal, pero las feministas se pasan. El mayor daño del filibusterismo por el que esta ley se retrasó es tener que aguantar tres veces, en vez de dos, la indignidad del discurso de las derechas al respecto y sus vahos mefíticos. Algunos necesitamos aire para respirar.