Lo de Isabel II

OPINIÓN

Multitud de personas se congregan en Edimburgo para ver pasar los restos mortales de Isabel II
Multitud de personas se congregan en Edimburgo para ver pasar los restos mortales de Isabel II ADAM VAUGHAN | EFE

24 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Una persona caminando no hace gracia. Si esa persona resbala, sus contorsiones y tropezones sí hacen reír, porque el cuerpo perdió su humanidad y se mueve como un mecanismo o un muñeco sin control. De esa sencilla observación arranca Bergson para las primeras evidencias sobre la risa: solo los humanos se ríen, solo los humanos son motivo de risa y los humanos son motivo de risa solo cuando pierden su humanidad y se asemejan a un bulto inanimado. Una piel de plátano o un monigote de papel no son graciosos. Si alguien lleva en el hombro una piel de plátano o en la espalda un monigote sin darse cuenta, se hace motivo de risa. La razón es que su inadvertencia lo hace parecer un poste, un tablón de anuncios o cualquier otro soporte inerte en el que podamos poner cosas. El mismo tipo de despiste que nos hace parecer muñecos de conducta rígida sin control era el que usaban los payasos para hacer reír a los niños, cuando en vez de salir por la puerta lo hacían por la pared o cuando peinaban a alguien y seguían peinando el aire cuando el sujeto se había ido. Como una piel de plátano o un monigote, un inglés mal pronunciado y de menos que principiante no es gracioso, pero cuando exhibes tal ignorancia con temeridad, cuando llevas tu carencia con esa inadvertencia con que otros llevan un monigote en la espalda, como hizo Ana Botella, la carcajada se hace tan planetaria que la revista Time te destaca en portada como uno de los patéticos del año.

Los protocolos mecanizan las conductas colectivas para que una confluencia complicada se conduzca automáticamente y sin sorpresas. Todas esas rigideces de los protocolos, por ser rigideces, retienen en el tiempo el aspecto de las ceremonias y acaban siendo rituales entumecidos que muchas veces solo hacen de filtros sociales para distinguir quiénes son habituales en determinados saraos y quiénes vienen de otra crianza. Algunos de esos protocolos se llegan a convertir en tradiciones y símbolos compartidos. De hecho, hay protocolos que no tienen más valor que la tradición en que las colectividades les gusta reconocerse, como el cambio de guardia de Buckingham.

Sin pensar de momento en Isabel II, en general el cotarro monárquico suele moverse en protocolos tan recargados y tan de otro tiempo que la mecanización de la conducta colectiva cae con facilidad en esa deshumanización en la que Bergson situaba el arranque de la risa. El cuerpo de una persona que resbala parece un trasto desmadejado sin nadie a los mandos. Y una persona que cuando habla solo puede decir frases manidas cortadas a escuadra, como un autómata, con una ropa tan rígidamente protocolaria que tiene algo de disfraz y con unas maneras hieráticas de museo de cera, acaba pareciendo también un muñeco al que se dio cuerda y alcanzando esa deshumanización del que resbala y hace reír. Los protocolos monárquicos muestran por momentos a la peña de la corte como esos muñecos que repetían una escena en aquellas cajas de música a las que se daba cuerda. Hay que reconocer que tiene su coña. La artificiosidad se hace todavía más kitsch si encima se incorpora al protocolo la ruptura impostada del propio protocolo para repetir en las crónicas la campechanía de la familia real, como tantas veces se regurgitó en los saraos borbónicos. En sociedades modernas, no es fácil el protocolo monárquico. Se haga como se haga, siempre consistirá en coágulos de un endiosamiento y autoritarismo rancios que producen en sociedades modernas el mismo efecto que un caldero de pintura lanzado sobre un cuadro.

No se me interprete mal, la gente compraba y compra cajas de música y miraba con gusto los movimientos repetidos de las figuritas. El entorno de la monarquía inglesa consiguió tal oficio escénico que convirtieron la pompa monárquica y el cascarón vacío de un imperialismo ido en un espectáculo de masas y un reclamo turístico de primer orden. Es un oficio muy plebeyo el de ser una atracción turística por la rareza y ampulosidad del aparato que la rodeaba, pero no lo parecía con tanto oropel. El éxito simbólico de tan recargado protocolo funerario y de cadáver tan paseado es incontestable. Por unos días, el Reino Unido vivió la alucinación de que su soberana reinaba en el mundo y que el mundo era un piña de colonias con Londres en el centro. El problema es que, si no consigues meterte en el colocón del espectáculo y miras el conjunto con la cabeza echada hacia atrás, solo ves un montón de humanos en una danza deshumanizada que induce cachondeo, por las razones que explicó Bergson. Por momentos era el público el que parecía muerto.

Es difícil no fijarse en la rareza del protocolo con la representación de España. Esta densidad de reyes y reinas en ejercicio y en emeritazgo (ahorrémonos imaginar la diferencia) añadía recargamiento a lo recargado y barroquismo a lo rebuscado. El protocolo, tan falto de entendimiento como los movimientos espasmódicos de quien acaba de resbalar, tenía que colocar al rey emérito en los fastos, a pesar de que solo podía ser un manchurrón en el cuadro, porque no es solo España quien lo ve como una ignominia andante. Y además ese mecanismo ciego lo tenía que poner al lado de su mujer (en serio, los protocolos recargados acaban sacando el coñón que llevamos dentro) y de los reyes en ejercicio, evocándonos otra vez que el retrato familiar de Antonio López es el inverso del retrato de Dorian Gray: aquí es el cuadro el que retiene la inocencia y los personajes los que se deforman en fealdades morales.

Pero hay algo difícil de explicar en el formidable interés planetario que mereció el personaje de Isabel II y su muerte. No se explica por el deslumbrante manejo escénico del tinglado de Westminster, que después de todo provoca más coña que devoción. Tampoco se explica por los valores o ideales que podamos asociar con Isabel II y la trayectoria británica en estos setenta años. Hubo en estas décadas, asociados al simbolismo de la Reina, resabios imperiales de negreros sin negritos, bravuconadas con débiles y humillaciones con poderosos, complicidades indeseables y acumulación desmedida de fortuna a base de privilegios. También es verdad que las bombas nazis iban contra la monarquía y eso la honra. Pero es evidente que la desaparición del personaje fue extrañamente magnética. El Aleph de Borges empieza con el dolor del narrador por un cambio en un anuncio de cigarrillos de una plaza, el mismo día en que moría Beatriz Viterbo. Al personaje de Borges le dolió la muerte y le dolió que tan rápido empezasen a cambiar cosas y tan rápido el mundo de Beatriz empezase a irse. Isabel II llevaba adheridos a su figura 70 años de historia, de los episodios que tallaron los tiempos que vivimos tal como son. Creo que la atención a su muerte tiene algo que ver con la memoria y la melancolía, más que con el reconocimiento. Un cambio en un anuncio de cigarrillos puede ser el primer detalle de que el mundo que vive un personaje empieza a ser un mundo ido. La desaparición de Isabel II es un chasquido contundente que recuerda que un tajo de historia, llena de infamias y grandezas, es ya un mundo ido. Es difícil no prestar atención a la memoria cuando un hecho así aplana el tiempo y nos muestra cuánto del escenario en el que estamos es ya un mundo ido.

Ahora queda el oropel de la coronación de Carlos III. Muchos británicos, y él mismo, lo notarán: que no es lo mismo; que la monarquía es parte del mundo ido, que ya desentona incluso reducida a símbolo y atracción turística. En España este hecho es tan estridente que el CIS hace como los niños impertinentes cuando se tapan los oídos y gritan lalala para no oír lo que se les dice. Dicen los analistas que Felipe VI es un rey sin guion. Lo que los demás solemos llamar un pollo sin cabeza. Nadie está cometiendo ningún error. Es la monarquía lo que solo va cabiendo en una sociedad moderna en lo que tiene de coña. Si fuera gratis.