Giorgia Meloni, líder del ultraderechista Hermanos de Italia, celebrando su triunfo en las elecciones legislativas
Giorgia Meloni, líder del ultraderechista Hermanos de Italia, celebrando su triunfo en las elecciones legislativas GUGLIELMO MANGIAPANE | REUTERS

27 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Los italianos no han sorprendido este domingo. Con pequeñas variaciones, han votado lo que predijeron las encuestas. Tampoco extraña que haya ganado la derecha. En más de siglo y medio de Estado italiano, solo durante 12 años discontinuos han gobernado coaliciones de centroizquierda, jamás un partido de izquierda en solitario. Es cierto que a la señora Meloni se le hicieron tan largos que dice haber liberado a Italia de una prolongada hegemonía izquierdista, aunque también puede ser que, como buena derechista radical, vea rojos por todas partes, incluida la Democracia Cristiana o los liberales. Lo que sí provoca más extrañeza es la naturaleza de la coalición ganadora.

Enric Juliana definía hace unos días a Italia como un país teatral, pero parece que el amor al teatro ha sido sustituido por un entusiasmo hacia el vodevil cutre de humor más grosero. El breve vídeo difundido por la señora Meloni en una red social el día de la votación debió provocar que los derechistas con un mínimo de buen gusto, en Italia siempre los hubo, huyesen espantados. Los desvaríos de un Berlusconi senil, convertido en triste muñeco de guiñol por obra y arte de la cirugía imposiblemente estética, y las bravuconadas del xenófobo Salvini, alejado de cualquier sutileza, redondeaban una coalición carente de elegancia, pero también de coherencia. Votarla exigía ser muy permisivo con la zafiedad. En la Italia del siglo XXI manca finezza.

Si sorprende el éxito social, no la ya anunciada victoria, de estas derechas pedestres y radicalizadas, lo hace menos el fracaso de una izquierda casi inexistente y unos demócratas y liberales reformistas que se comportan como zascandiles. El Partido Democrático es un ente extraño, nacido de la fusión del antiguo Partido Comunista reformista y de sectores de la Democracia Cristiana, de donde han venido la mayoría de sus dirigentes y primeros ministros, con aportaciones de otros sectores y la consiguiente huida de los comunistas que seguían considerándose tales. Nació como Partido Democrático de Izquierda, pero hasta eso se quitó para no asustar a los electores centristas y tan al centro se fue que cuesta saber lo que es, la definición como socialdemócrata parece excesiva. Su campaña, al menos la que traslució a los medios, se podría resumir en «vótame para que no gane Meloni». Así, el profesoral Letta, democristiano, dejó al partido por debajo del 20%. Los grillinos son populistas, pero de un populismo a la italiana, que tampoco quiere definirse como de izquierdas y está muy alejado del Podemos español. El «terzo polo» está liderado por los tránsfugas del PD Renzi y Calenda, que, tras fastidiar a Letta, se conforman con estar ahí, a la caza de lo que caiga, y, en Italia, caerá.

Quizá Italia lleve las cosas a un extremo que, visto desde fuera, siempre parece que roza el ridículo, el esperpento, pero, en el fondo, su panorama político no es muy diferente del de otros países europeos. La marea reaccionaria, el descrédito de la política y de los políticos, el desconcierto de una izquierda que no ha sabido superar el fin de su utopía, son rasgos comunes de las democracias. Meloni no traerá el fascismo de vuelta, pero la combinación de nacionalismo, autoritarismo y subordinación del Estado a los intereses de los ricos, así puede resumirse la política de todas las derechas radicales, puede hacer mucho daño, en Italia, en España, en Europa y en todo el mundo. Sería una desdicha que las izquierdas y los demócratas liberales necesitasen la exacerbación de la injusticia y la represión para resurgir.