Fiscalidad regresiva (I)

OPINIÓN

El trámite de una declaración de la renta en una imagen de archivo
El trámite de una declaración de la renta en una imagen de archivo Emilio Naranjo | EFE

13 oct 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace unos días participé en un breve «debate» en Twitter en el que un economista de renombre, CEO de una consultora financiera y comprometido evangelista del credo neoliberal, ironizaba sobre las «perversas» intenciones legislativas del Gobierno en materia fiscal: «Por qué no confiscar todos los ingresos y patrimonio de 23.000 personas? Eso recaudaría algo más. Y porqué no explotar a todos los «ricos», conforme a los criterios subjetivos del Gobierno. Es un Gabinete bolchevique sin Gulag ni pelotones de ejecución. Estemos agradecidos.»

Al no estar verificada, la verdad es que me quedó la duda sobre la autenticidad de su cuenta de Twitter; no tanto por las erratas como por su falta de rigor o de honestidad. No sé qué es peor.

Porque cuando le respondí que «Es lo que tiene la codicia patológica. Que no te permite ver el daño que hace al sistema el lucro indiscriminado y la desigualdad en la distribución de riqueza. Que por bien que vivas (abusando del sistema-comunidad), eres parte de él y con él perecerás cuando sea inviable», me preguntó que qué era el «lucro indiscriminado» y afirmó que «España es uno de los países con menos desigualdad de riqueza de la OCDE.» Así que, claro, además de explicarle que España es el 5º país más desigual de la UE, con un índice de pobreza del 21,7% (2021), le tuve que adjuntar una estadística de la propia OCDE en la que España es el decimocuarto país más desigual, de 37; lejos de los más igualitarios y cerca de sus referentes (supongo) Estados Unidos y Reino Unido (5º y 6º respectivamente). Ya no hubo respuesta.

Eso sí, previamente tuvo a bien explicar que «Uno se hace rico porque proporciona a los demás cosas que estos valoran y adquieren; otros heredan el ahorro acumulado por sus ancestros y lo invierten o lo pierden…». «Fábula bastante naíf sobre cómo hacerse rico», respondí. Dejando al margen a los multimillonarios por herencia (el 53% según un informe del Peterson Institute for International Economics), el resto lo son por pertenecer al sector financiero (19,4%) ser fundadores de compañías (15,4%), ser ejecutivos (7,7%) o por tener conexiones políticas (3,9%). Gente para la que la especulación impúdica, la aplicación de la ley de hierro de los salarios, la colusión empresarial para monopolizar mercados o contratos públicos, o esquilmar recursos de países en vías de desarrollo supone nuestro duro pan de cada día.

Había quien añadía que los ricos los son por trabajar más de ocho horas diarias y prescindir de las vacaciones. En fin. Podríamos hacer una estadística, si no la hay ya, que relacionara la cualificación, la jornada laboral real y los ingresos: pocos millonarios aparecerían ahí puntuando alto en las tres variables, y la mayoría de asalariados, en cambio, está condenada por un sistema amañado a puntuar alto solo en las dos primeras. Por ejemplo, en el grupo de los de las conexiones políticas estarían algunos ejemplares de proveedores de la maltrecha sanidad madrileña. Para hacernos una idea.

Para el «lucro indiscriminado» cité a dos supuestos referentes del liberalismo económico. Porque el lucro indiscriminado es aquel que vulnera el «principio del perjuicio» de John Stuart Mill por el que «cada individuo tiene el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros», es decir, es indiscriminado porque no atiende a sus efectos sobre los demás. De hecho, Adam Smith, que decía que «El individuo sabio y virtuoso está siempre dispuesto a que su propio interés particular sea sacrificado al interés general de su estamento o grupo. También está dispuesto en todo momento a que el interés de ese estamento o grupo sea sacrificado al interés mayor del estado, del que es una parte subordinada», debió comprobar que no eran tan sabios ni virtuosos quienes dirigían la economía pues los «principales arquitectos» de la política en Inglaterra eran los «comerciantes y manufactureros», quienes se aseguraban de que sus propios intereses fueran «atendidos de la forma más peculiar», sin importar sus «penosos” efectos sobre los demás.

En definitiva, la desigualdad que pretendía camuflar el ilustre economista está relacionada con importantes problemas sociales y tal vez sea esto lo que no quiere reconocer. Fue en el siglo XX, con las dos Guerras Mundiales y la Gran Depresión, cuando se introdujeron mecanismos igualadores como los servicios públicos (sanidad, educación y jubilación) financiados mediante impuestos muy progresivos. De hecho, americanos y británicos tuvieron unas tasas marginales superiores sobre ingresos y sucesiones altísimas desde la IIGM hasta los años ochenta. Con la revolución neoliberal de Reagan y Thatcher cayeron en picado. Good job! Ahí empezamos a desandar el camino de progreso social hacia una fiscalidad «regresiva».

Cuanta más concentración de riqueza y más desigualdad, más abuso de poder. ¿Hace falta llegar a niveles de conflictividad extrema para entender que la desigualdad rampante genera un sufrimiento generalizado y pertinaz?

Como dice el filósofo y sociólogo César Rendueles a propósito del twit del CEO del primer párrafo: «La lucha contra los impuestos a las grandes fortunas tiene que ver con el poder. Lo que pierden los ricos con los impuestos es un poquito de su capacidad de controlar nuestras vidas. No, desde luego, la posibilidad de disfrutar de lujos decadentes (ellos y sus bisnietos).»

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno porque seguiremos con este tema.