Adorar al opresor

OPINIÓN

Imagen de la ciudad de Doha, con un reloj con la cuenta atrás para el Mundial de Catar
Imagen de la ciudad de Doha, con un reloj con la cuenta atrás para el Mundial de Catar HAMAD I MOHAMMED | REUTERS

01 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace unos días, el futbolista Karim Benzemá declaraba que recibía el «Balón de Oro del Pueblo», aludiendo a sus orígenes humildes (familia de origen argelino y de ocho hermanos) y a la dedicación entregada a su carrera deportiva, al trabajo duro, en suma, de una suerte de proletario de la pelota. El problema, naturalmente, no es que se reivindique de este modo banal al recoger esa distinción, sino en qué contexto puede causar emoción que se consideren «del pueblo» las victorias de la élite deportiva, indisociablemente ligada al mundo del dinero, sobre todo cuando hablamos del deporte en el nivel más groseramente mercantilizado.

No le veo preguntándose qué clase de torcido sistema de asignación de recursos escasos destina cantidades astronómicas a sostener el casino deportivo y sus actores, y en qué medida es legítimo beneficiarse de él, aunque sea después de muchos esfuerzos, que serán relativos, seguramente, si los comparamos con los del común de los mortales. Sin embargo, una sacudida de simpatía recorrió redes sociales y exitosos medios deportivos, reafirmando la adoración y el fin perseguido: la fidelidad inquebrantable del consumidor que mueve la rueda.

Algo parecido sucede cuando extrapolamos esta forma de pensar a los eventos globales destinados a engrandecer nuestra pleitesía hacia el poderoso; nuestra rendición, electrizados por la agitación deportiva; caídos de hinojos ante quien organiza la cita cada vez con mayor audacia y espectacularidad; dispuestos, de paso, a pagar la parte que nos corresponda como seguidores y usuarios.

Que los acontecimientos deportivos han sido utilizados como forma de lavar la imagen de regímenes autoritarios a lo largo de la historia de esta clase de espectáculos, no es nada nuevo. El carácter masivo de los eventos, y su amplificación por toda clase de medios, llevó esta práctica en el último siglo al rango de prioridad de dirigentes de toda condición. Desde las Olimpiadas de Berlín de 1936 bajo el nazismo al oportunismo de Videla en la victoria argentina en su Mundial de 1978, pasando por otros ejemplos de poderío que no engarzan con valores universales de fraternidad, sino con la invocación de la deseada hegemonía del organizador o movidos por el deseo de homologación de autócratas (para muestra reciente, las Olimpiadas de Pekín de 2008 o el Mundial de Rusia de 2018).

Ahora pasamos a un estadio (valga el término) superior. La suma de la maquinaria del poder, el interés económico anudado a los millones de espectadores en todos los canales de comunicación y la capacidad de impresionar al más templado con imponentes infraestructuras levantadas en medio de la nada, forman una combinación irresistible, ante la que casi todos claudican. El negocio, la autoridad inapelable y la campaña de marketing más eficaz, todo condensado. Qué más se puede pedir.

El sportwashing alcanzará en las próximas semanas ese hito mayor cuando comience a rodar la pelota en los impresionantes estadios construidos en el Emirato de Qatar. Un pequeño estado feudal que nada sobre bolsas del preciado gas (materia prima cuyo control y distribución nos estrangula y alimenta conflictos en todo el mundo, empezando por Ucrania), y que utiliza la poderosa influencia que esa posición le permite, participación en conflictos regionales incluida. Una mezcla exitosa de caudales de dinero proveniente de nuestra dependencia energética y formas medievales de gobierno, en el que la sublimación de la plusvalía ha convertido a la población local (en torno a un 20%) en una riquísima élite a lomos de la legión de trabajadores extranjeros. Mano de obra que suele pagar una cierta cantidad por la oportunidad de un empleo en el país y que, en virtud de la kafala, carece de la posibilidad de dimitir libremente de su trabajo sin consentimiento de su patrocinador.

Cuando empiece todo el 20 de noviembre, sin embargo, se nos olvidarán los 6.500 trabajadores migrantes que, como ha descrito honestamente The Guardian (y hoy nada se hace sin consecuencias) desde 2010 se han dejado la vida para edificar esas muestras del irresistible poder del dinero. Perdiendo la vida en accidentes laborales, golpes de calor, enfermedades vinculadas a la extenuación o a las condiciones precarias de vida, centenares de trabajadores de India, Nepal, Bangladesh, Pakistán o Sri Lanka cimientan con su sacrificio el seguro éxito del acontecimiento.

Las mejoras en la legislación laboral obtenidas y la presión que organizaciones internacionales de Derechos Humanos han ejercido, han podido paliar la situación, pues la imagen pública de Qatar está en juego al igual que el título mundial. El coste humano es, sin embargo, inasumible. Aun así, será difícil escapar a las alabanzas a la modernidad y la «apertura» que el Mundial, según a buen seguro se dirá, representa.

Pocas voces se alzarán como la de los jugadores de la selección australiana, que han solicitado públicamente una mejora de los derechos sociales y el respeto a la comunidad LGTBI en el país de acogida. Quizá alguna figura nos sorprenda y deje huella, al estilo de Tommie Smith y John Carlos en el podio de los 200 metros de las Olimpiadas de 1968; pero, si sucede (¡ánimo a los valientes!), también lo pagarán muy caro. Lo más probable, sin embargo, es que todo conspire para que, como ya nos previno Malcom X, continuemos amando al opresor y odiando al oprimido.