Día de la Constitución. Memoria y alucinación

OPINIÓN

David Arquimbau Sintes | EFE

10 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Las palabras que el Partido Comunista usó como consigna para pedir el apoyo a la Constitución fueron «reconciliación» y «democracia». La palabra emblemática del PSOE fue «futuro». Las palabras de Fuerza Nueva fueron «atea», «anticatólica» y «antiespañola». Pidieron, claro, un no rotundo. Algunos años después Tejero entró en el Congreso para repetirlo a tiros. Alianza Popular (así se llamaba antes el Partido Popular) era una grillera. De sus 16 diputados, 8 votaron a favor, 5 en contra y 3 se abstuvieron. Podría decirse que el Partido Popular se separó de la dictadura igual que el Cid de su familia, según el Cantar: como la uña de la carne. Así eran las cosas por el 78. Los que más razones tenían para exigir justicia querían reconciliación. Los que más razones tenían para cruzar los dedos y pedir reconciliación escurriendo el bulto bramaban por el enfrentamiento. El PSOE pasaba por la transición como un yerno aseado visitando a los suegros un domingo por la tarde. Y el Partido Popular entraba en la democracia como San Juan de la Cruz en el arrebato místico, entrando donde no sabía y quedándose no sabiendo. Constitución siempre había sido el antónimo de dictadura, y entonces también lo era. Y ahora también. Los que quieren cambiar la Constitución no quieren un país sin Constitución.

La crisis de 2011 llevó a España a un punto crítico de desagregación social y territorial. La clase media pasó a menos que mediocre y las clases bajas navegaban entre la subsistencia y la pobreza. Los ricos y la Iglesia, los de siempre y como siempre, fueron intocables. Los dos partidos hegemónicos tenían parasitadas las instituciones del Estado y se disparó la percepción de que los políticos formaban una oligarquía ajena a los ciudadanos. La tensión social en Cataluña fue alimentando la tensión territorial y el seny de la política catalana fue disolviéndose. La modorra de Restauración y el olor a habitación cerrada fue asfixiante. La UE aplicó unas medidas insoportables de austeridad que aplastaron a extensas capas de población del sur, sobre todo de Grecia, mientras se rescataban y se iban de rositas los bancos, sobre todo del norte, responsables del monumental desaguisado. Como en la reyerta de García Lorca, aquí había pasado lo de siempre.

Rubalcaba ocultó al PSOE bajo las faldas del PP, Podemos galvanizó el descontento y el sopor del bipartidismo saltó por los aires. En aquel momento buena parte de la izquierda vio con simpatía el mensaje lanzado por Podemos de proceso constituyente. Parecía que teníamos que parar y hablar de nuestras cosas o aquello se caía a cachos. El proceso para una nueva constitución encajaba con ese estado de ánimo. Se habló del régimen del 78. Todo eran tentativas. El problema es que la transición había dejado muchas infamias bajo la alfombra y muchos secretos para proteger a España de los españoles, esa plaga que siempre la amenaza. Se hizo un extraño cierre de filas para que la transición no lo fuera y fuera estancamiento. Aquel cierre de filas puso por bandera esa Constitución que tuvo su día esta semana. Se fue reduciendo la referencia a la Constitución a la línea donde dice «España» y donde dice «Rey». Cuanto más se repetía su nombre, menos españoles cabían dentro de ella. Hoy una parte del PSOE considera fuera de ella al propio Sánchez. En la jerga política actual, la Constitución es una palabra deshidratada, casi un pedrusco.

Con la Constitución convertida en un pellejo reseco y la transición transformada en coágulo, se sacralizó el olvido y la desmemoria, como si la reconciliación requiriera amnesia. En las atahonas conservadoras y en el PSOE caoba, no parece existir ninguna dictadura. Parece que lo anterior a la Constitución fue la guerra civil, ese asunto que conviene no remover. En el ambiente político actual, no hubo más crímenes que los de ETA en nuestra historia reciente, como si entre el 39 y el 75, sin guerra, no hubieran sido millares los asesinatos. No se hizo un punto y final como en Argentina, que después de todo es un perdón explícito. Aquí se consagró el olvido, no hubo nada que perdonar. No se tocaron las fortunas de la dictadura. Y no haría falta recordarlo si la desigualdad social no se estuviera disparando y la riqueza nacional no se estuviera concentrando cada vez más en menos manos con los mismos apellidos. Tampoco haría falta recordar a la Iglesia, si no fuera porque mantiene privilegios de la dictadura envueltos en una singular opacidad; si no fuera porque ni una sola vez se mencionaron ni se tocaron tales privilegios en los ajustes que se nos exigieron; si no fuera porque fue el primer agente del lenguaje hiperbólico, de odio y de desmesura que nos daña los oídos; y si no fuera por el empeño amparado por los grupos conservadores en darle los recursos públicos de la enseñanza y el destrozo que está suponiendo para la igualdad de oportunidades y la eficiencia del país.

Con la Monarquía en esta legislatura estamos asistiendo a una curiosa inversión del texto constitucional. La Constitución establece una monarquía parlamentaria, es decir, un sistema en el que el Jefe del Estado, el Rey, es simbólico y por tanto de mentira, y el Gobierno y el Parlamento son los que cortan el bacalao. Las derechas llevan toda la legislatura proponiendo la inversa, gritando que el Gobierno elegido es ilegítimo y susurrando que el Rey debe «actuar». Parecen pretender que el olvido llegue hasta a lo más elemental. Por eso parecen querer llevar la impunidad del Rey, el emérito y el otro (menuda ensalada fue la representación de la Corona en el funeral de Isabel II), hasta los límites de un dictador. A diferencia de los cuentos, el rey convertido en sapo no necesita un beso sanador. Como sapo aquí conserva intactos sus privilegios.

La tensión y disfunción territorial invitan a reconsiderar aspectos constitucionales de la estructura del Estado. La ausencia del Senado es clamorosa y el juego autonómico está notablemente falto de normas. Las tensiones independentistas lo alteran todo. Y la anomalía de Madrid está creando un estado dentro del estado y un juego perverso de acumulación de recursos que está llevando la población a la capital y acentuando la despoblación de muchos territorios. El aspecto de España se va pareciendo más a países tercermundistas con desiertos y la población concentrada en urbes desproporcionadas que a los países europeos. La succión indecorosa de recursos fiscales de la Comunidad de Madrid no hace privilegiados a los madrileños. Hace privilegiados a los ricos de toda España, que se hacen más ricos a costa de desnutrir los servicios públicos de todas partes.

La memoria no es rencor, es sabiduría y la materia del aprendizaje. Muchas virtudes dependen del recuerdo. Si los actos no tienen memoria con actos y hechos pasados, no pueden existir la coherencia, la lealtad, la gratitud, la justicia o el merecimiento. De la conciencia de la memoria y de que las cosas se relacionan en el tiempo depende incluso el buen gusto, esa gota de autoestima que ponemos en cada lance por el recuerdo propio que queremos cultivar en los demás. El problema se agrava cuando del olvido se pasa a la alucinación, al pasado inventado. La Constitución y Vox son la negación una de otra. Pero si sustituimos la memoria por el delirio, si hacemos como Tom Burns y pensamos en Franco y la democracia como «dos ciclos políticos», pues así tenemos a Vox como constitucionalista y a Sánchez como etarra. El asalto conservador al poder judicial es explícito y va contra la Constitución. Ya se hizo y se llegó más lejos en Latinoamérica y en EEUU.

Así las cosas no es de extrañar que quienes querían un período constituyente sean los que ahora citan en las redes sociales párrafos enteros de la Constitución. Ahora hay que defender la Constitución de las derechas. En fin, que el 6 de diciembre del año próximo sea malo para los sedicentes constitucionalistas y feliz para la Constitución.