La muerte aparece al consciente como el Infierno: que uno pase de ser algo a ser nada por los tiempos de los tiempos (aunque la nada no es porque es imposible que no haya nada, nos sirve para representarnos más ajustadamente el terror de quien se ve morir, siempre que el hecho no sea repentino, o provocado por el sujeto mismo o por terceros a causa de tormentos in-soportables). Muy por el contrario, excepto quien se religa a deidades cósmicos, reencarnaciones y otras alucinaciones magnas, una vez muertos, el Infierno se hace Cielo, porque, desaparecida la consciencia, el horror se esfuma y, por fin, uno descansa en paz «ad vitam aeternam». No saber de ti, no saber que ya no eres, eso es el Cielo, eso y nada más. Porque de ser verídica la existencia del Inframundo, donde las figuras espectrales vagan desesperadas, como Aquiles, que le confesó a Odiseo que, a cambio de volver a la superficie, se despojaría de su vestimenta principesca y se pondría la del más mendigo de los mendigos; de ser verídica la existencia del Inframundo, decíamos, ¿quién se libraría de él?
Desde el anclaje que debería proporcionarnos este Jano bifronte, es de justicia ponderar las dos virtudes de Ayuso. La opción de elegir a Ayuso y no, digamos a Abascal u otro reaccionario político, o afortunado con la fortuna esquilmada al desafortunado, (durante unas jornadas internacionales Historia Medieval, celebradas en Estella y que tuve la oportunidad de asistir por elección de Juan Ignacio Ruiz de la Peña, catedrático de la Universidad de Oviedo, una noche paseaba con unos compañeros y, en una pared, con letras mayúsculas de notable cuerpo, leímos «¡Los ricos son unos asesinos!», y asentimos), o militar, o guardia civil, o civil cebado de nostalgia por un pasado glorioso, en el que, y citando a un libanés que conoció Amin Maalouf, en Beirut, «todo lo que no está prohibido [en Egipto] es obligatorio». Este libanés, como la propia familia del escritor y miles y miles de otros levantinos, fuesen del credo que fuesen, tuvieron que abandonar el país del Nilo, que habitaban desde generaciones, tras el golpe de Estado del coronel Nasser, un déspota que liquidó en 1952 un período democrático y culto del que no se ha vuelto a tener noticia, sino todo lo contrario. Y Ayuso es el icono, en España, de la regresión, de las tinieblas, de la España de los privilegiados nacional-católicos y nacional-populares.
(Aquí cabría, por salud, la iconoclasia, del griego bizantino eikono, icono, imagen, y klastes, romper: destruir las imágenes, las sagradas, a cuyo pedestal se ha subido la ultra católica presidenta, bastión del Espíritu Nacional, y, por consiguiente, Franco con apariencia de mujer, y adorada, asimismo por consiguiente, por varios millones de odiosos odiadores acaudillados por seglares y obispos principales, que, representan, todos ellos, exactamente el Anticristo: aprecio a los patricios y desprecio a los humildes, a quienes se les camela con los eslóganes tan eficaces del populismo nacionalista, al que no es ajeno, por otro lado, vascos y catalanes, que cuentan con sus Ayusos, aunque se esfuerzan en que no lo parezcan.
Esta mujer, de rostro angelical, colgado a gran formato en paredes del palacete de Sol y de las consejerías, como una imagen entre sacra y sensual, al modo de la escultura de Bernini el Éxtasis de Santa Teresa; esta mujer elevada a los altares por los fantoches fachas, con sus pronunciamientos y actitudes, se ubica plus ultra de las carroñeras diputadas de Vox que han intervenido en el Congreso de los Diputados la semana pasada cuan kamikazes machistas, xenófobas, retrógradas y nauseabundas.
Decir en público que el presidente del Gobierno trama echar al rey, suspender la Constitución y asentar un régimen totalitario, que es lo mismo que compararlo con el más sanguinario planetario del presente, un tal Vladimir Putin, que, como todo déspota en sus cabales, acoge en el Kremlin, donde hay luz, calefacción y agua a raudales, a una putina a la que le saca unos cincuenta años. Mao se follaba a quien le apetecía, sin mirar la edad (¿o sí la miraba?).
Lo expuesto desde el párrafo segundo hasta aquí nos sirve para, justamente por justicia ciega de platillos equilibrados, destacar las dos virtudes de Ayuso que anunciamos al comienzo precisamente de ese segundo párrafo. Y que son: que su maldad sea todavía más acentuada y que es mortal. Siguiendo la estela de Trump, sugerida por el entonces ya miserable portavoz del primer Gobierno de Aznar, Miguel Ángel Rodríguez, Ayuso, fría e inquietante como una muñeca en un película de terror, basa su estrategia, como se sabe, en dirigir su ira contra Pedro Sánchez, en una calculada estrategia para alcanzar la cima de PP. A Casado lo noqueó y a Feijoo (en castellano no lleva tilde: palabra llana terminada en vocal) le está barrenando el suelo que pisa, pero despacio, que las elecciones están ahí y necesita más tiempo para acabar con este gallego que durante meses negó a los enfermos de hepatitis C de la comunidad que mandaba a golpe de sable la nueva medicación, cara, que salvaba vidas. Tuvieron que pedirla públicamente los médicos. Para entonces, era tarde para muchos, ya sepultados, ya reducidos a cenizas.
Muy significativamente, lo sanitario inquieta al PP. Ayuso ordenó que no se trasladasen a los viejecitos a los hospitales cuando caían como moscas en las residencias en las etapas más crudas del covid, etapas en las que, a cambio de votos, permitió a la hostelería propagar en sus locales el virus, con el pretexto de la «libertad». Libertad para matarte mientras te tomas una cerveza en un bar atestado y sin mascarilla a la salud de la presidenta, equiparable, por ejemplo, a dar libertad a los niños para beber una o dos copas de coñac al día. Y, por supuesto, destrozó la ya maltrecha sanidad que le dejó la Aguirre. Muy particularmente la de los centros de Salud y Ambulatorios, enchufando a la par la manguera de los billetes a la sanidad privada, y la educación privada, y becas a los hijos de los pijos, es decir, a los niños pijos de los padres pijos eximidos de pagar impuestos comunitarios. Y el populacho la votó porque Ayuso es cojonuda, «nos da libertad», sí, pero para mendigar, para enfermar, para malvivir. No apreciamos diferencias con el Antiguo Régimen. Madrid ha tachado del calendario el año 1789. No obstante, pudo, y puede, ser más cruel para con sus súbditos. El poder de una criatura de esta horma, cuando se lo propone, carece de límites.
Porque, unos pocos años antes de la Revolución Francesa, en 1774, Werther (es decir, Goethe en Penas del joven Werther), en una carta remitida a su amigo Guillermo escribía: «los que ocupan cierta posición social se mantienen siempre impasibles a cierta distancia de las clases inferiores del pueblo, como si temieran mancharse con su contacto, habiendo también calaveras y bufones que fingen acercarse a esta pobre gente, cuando su verdadero objeto es hacerles sentir con más fuerza el peso de su soberbia».
Por último. Es mortal. O sea, Ayuso va a morir. Y menos mal, porque, como decía Gustavo Bueno, hay que morir para dejar hueco a otros. Entonces, por nuestra parte, le deseamos a este ángel expulsado del reino del Cristo que reivindica el papa Francisco y odia nuestra Conferencia Episcopal, que esté consciente cuando su partida de este mundo inmundo sea inminente. Y solo para que pueda arrepentirse verdaderamente de sus pecados capitales y evite así reunirse con el apesadumbrado Aquiles.
(Tengo escrito en un viejo cuaderno: «Ya solo me sorprende quien se esfuerza por ser bondadoso e inteligente»).
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