Pisando arenas movedizas

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

27 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

De la crisis institucional en curso nos estamos perdiendo la mitad por permanecer atentos al brochazo grueso con el que las fuerzas políticas emborronan el escenario, mientras se nos escapa el detalle. Así llevamos unos cuantos años en lo que se refiere a la situación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y, ahora, del Tribunal Constitucional (TC), sujetos a la incapacidad para alcanzar acuerdos en el seno de los órganos que deben elegir a los respectivos vocales o magistrados. En el caso del CGPJ, es difícil llevar las cosas a un extremo peor: con el mandato caducado desde diciembre de 2018, con todos los intentos naufragados por el regate corto y la mezquindad reinante, incluyendo aquel revelador whatsapp difundido por el portavoz popular en el Senado (Ignacio Cosidó) donde se jactaba del control de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (TS) que conseguirían con una renovación pactada que acabó por descarrilar. Pero aún se pueden superar los niveles de este dislate, porque la decisión de tomar el CGPJ como terreno de combate ha llevado a deformaciones sucesivas que no tienen fin. Primero, el Partido Popular, condicionando una y otra vez su renovación a una reforma legislativa sobre la elección de sus vocales que bien puede debatirse, pero que no debería ser requisito previo cuando es preceptiva y urge la elección de los vocales. Después, buscando cualquier pugna sobre la agenda legislativa para exigir ilegítimamente la retirada de tal o cual iniciativa si se desea proceder a la renovación el CGPJ, faltando, en efecto, a sus obligaciones constitucionales. Luego, los grupos parlamentarios que sostienen al Gobierno, modificando la Ley Orgánica del Poder Judicial para limitar las facultades del CGPJ de proponer nombramientos cuando tenga el mandato caducado, sin medir las consecuencias que ha tenido, afectando gravemente al funcionamiento ordinario de los tribunales necesitados de tales designaciones: vacantes y presidencias del tribunales superiores de justicia, presidencias de las audiencias provinciales, vacantes en las salas del TS, hasta el punto de comprometer su operatividad porque algunos magistrados tienen la mala costumbre de morirse, jubilarse o escoger libremente otros destinos profesionales (a título de muestra, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TS tiene ocho vacantes sin cubrir; y, en lugar de trece magistrados, la Sala de lo Social del TS, tiene ahora ocho en activo). Los grupos que respaldan al Gobierno, por su parte, han seguido amagando con modificar la mayoría necesaria en el Congreso y Senado para la renovación de los vocales del CGPJ (pretensión refrenada por las advertencias desde la Unión Europea) y ahora llevan esa misma lógica malsana a la elección de los dos magistrados del TC que corresponde al CGPJ (que eso es lo que se pretendía con la enmienda incluida en la reforma del Código Penal, finalmente aprobada sin ella). Habrá que recordar a quien se afana en conseguir el desbloqueo por la vía de un cambio de reglas que, en este campo, las mayorías cualificadas tienen un sentido elemental, porque protegen la división de poderes y evitan la ocupación completa de las instituciones por quien tiene la sartén por el mango. Algo a recordar cuando vemos, en los casos de Hungría y Polonia, los excesos de mayorías que se perpetúan y acumulan ilimitadamente resortes de poder, algo que mañana puede hacer perfectamente una mayoría de otro signo en España, quizá con los émulos de Orban y Kacysinki en el puente de mando. El estropicio causado por unos y otros es enorme, en una auténtica carrera de despropósitos. La incidencia directa en el funcionamiento del TS ya es notable y afecta seriamente a la fortaleza del Estado de Derecho y a la solución de los problemas jurídicos sometidos al periplo judicial.

Puede ser irresponsable tratar de frenar el proceso legislativo recurriendo en amparo una decisión de la Mesa del Congreso, en lugar de analizar a posteriori la constitucionalidad de la norma, pues el TC, como tantas veces insistió Tomás y Valiente, no es ni debe ser una tercera cámara legislativa ni debe prejuzgar directa ni indirectamente el resultado del producto legislativo, antes de su aprobación. También es curioso que, en la era de las leyes ómnibus (el chorreo de modificaciones que afectan a la vez a numerosas leyes, en una técnica legislativa defectuosa), cuando asistimos a tramitaciones parlamentarias que incorporan unos y otros intereses en disposiciones añadidas a reformas legislativas de lo más diverso, se extreme ahora el escrúpulo de manera tan selectiva. Y puede ser aún más sorprendente que se otorguen unas medidas cautelarísimas impidiendo al Senado proseguir una tramitación ya completada en el Congreso, algo verdaderamente excepcional y un terreno inexplorado que puede conducir a la intromisión en las facultades de las cámaras legislativas cuando están aún en la tarea. Pero nada de esto es un golpe de estado, evidentemente, porque hacer uso de las posibilidades de recurso para que las decisiones, también las de los órganos parlamentarios, sean sometidas en amparo ante el TC, está contemplado y es perfectamente legítimo. Comparar un recurso de amparo con el tricornio de Tejero y las balas de los golpistas es, sencillamente, un ejemplo de la rabiosa demagogia que predomina en el discurso político y que no es patrimonio exclusivo de ninguna bancada. Me pregunto si acaso queremos privar de la mera posibilidad de formular recursos, entrando en un juego de mayorías prestas a la arbitrariedad y carentes de control, sin saber que el que puede estar mañana en la posición minoritaria necesitada de amparo es quien hoy se hace el ofendido por una decisión del TC, por discutible que sea.

Cuestionar la importancia que, por la incapacidad de los procedimientos políticos y por la litigiosidad rampante, hemos otorgado al sistema judicial o a la jurisdicción constitucional para resolver tantos problemas, incluyendo los institucionales, es una cosa. Pero otra muy distinta es, cuando las resoluciones no nos gustan, descalificar al conjunto del poder judicial y al TC y, personalmente, a quienes lo integran («fachas con toga», se dice), a lomos de la invocación de la voluntad popular como superación de cualquier brida o limitación. Es una forma peligrosa de socavar el control del poder público, abriendo las puertas de un infierno conocido, en el que se perderá toda legitimidad para objetar cuando otros las franqueen. 

Nuestros representantes públicos deberían tener más cuidado con el lenguaje que se gastan. En una de estas, de tanto invocar al fantasma del golpismo, con las manos unidas sobre el tablero de la ouija, quizá se acabe apareciendo. Pero no lo hará en la forma del caballo de Pavía (que, por cierto, nunca entró en el Congreso, contrariamente al mito recurrente) ni de espadón decimonónico o de guardia civil con la metralleta dispuesta, sino con una quiebra institucional como consecuencia de tanta corrosión continuada de las estructuras. La forma política autoritaria de nuestro siglo no requiere un general al frente del Ejecutivo; basta con acumular palancas, vaciar de sentido las reglas constitucionales, dejarse arrastrar por grupos de influencia cada vez más poderosos y horadar cucharada a cucharada la base de las instituciones: el respeto por el procedimiento, la autolimitación, la asunción del control ajeno, la censura al abuso de poder, la confianza y el diálogo. La mala noticia es que no hay donde refugiarse porque nadie parece librarse de esta peste.