Esta semana leí a Sergio del Molino haciéndose eco de algo que dice Rosa Belmonte sobre que España es uno de los mejores países del mundo para ser pobre. Me escuece leer este triunfalismo, no lo puedo evitar.
España no es el peor país para ser pobre, ni siquiera está entre los peores. Pero no es de los mejores, sea lo que sea eso. Realmente no hay ningún lugar en todo el planeta en el que ser pobre sea fácil, y con cuarenta y ocho años, más de la mitad de ellos viviendo en un barrio de esos que salen en «Equipo de investigación» cuando hablan de droga, he visto la miseria muy de cerca. Incluso me ha tocado un poco, ya ven. Viví rodeado de ella mucho tiempo.
Soy un poco enemigo a estas alturas de la épica de la mugre y la romantización de la pobreza, todo eso de qué felices éramos aunque tuviéramos que mojar el pan para ablandarlo, pero no tanto como para admirar el sesgo del superviviente. El triunfo en la vida necesita de trabajo y talento, supongo, pero sin la suerte no hay mucho que hacer salvo que tengas dinero, y no saber esto, o evitarlo, es quererse mucho, tanto como para no ver que uno es una excepción, no la norma.
En España, como en cualquier rincón del mundo, ser pobre es un asco: vives menos (sí, en España también), vives peor, eres presa de la arbitrariedad y el egoísmo explotador, solo puedes acceder a los peores trabajos, los peor pagados. Así he estado yo casi hasta los cuarenta años antes de poder tener cierta estabilidad. Como en cualquier otro lugar, la pobreza te excluye de la buena vida. No de una vida excelente ni lujosa ni fácil, no, simplemente buena. La tuya, por ejemplo.
En el barrio donde crecí, la renta no supera los quince mil euros. En algunas zonas ni tan siquiera los diez mil. Estoy por plantarme allí algún día, en alguna de las plazas desde las que se huye hacia las sombras de los soportales y que se muestran engañosamente vacías y gritarles a los habitantes del barrio que España es uno de los mejores países del mundo para ser pobre. Espero que venga la ambulancia pronto.