Melilla / Casas Viejas

OPINIÓN

Al menos 23 muertos y centenares de heridos durante un violento asalto a la valla de Melilla. Varias ONGs elevaron en muchas más víctimas el recuento en las semanas posteriores a aquel 24 de junio. La investigación de lo sucedido ha llegado a poner en jaque al ministro del Inter ior Fernando Grande-Marlaska, criticado la actuación policial, en la que según el Defensor del Pueblo, no se respetaron  «las garantías legales nacionales e internacionales»
Al menos 23 muertos y centenares de heridos durante un violento asalto a la valla de Melilla. Varias ONGs elevaron en muchas más víctimas el recuento en las semanas posteriores a aquel 24 de junio. La investigación de lo sucedido ha llegado a poner en jaque al ministro del Inter ior Fernando Grande-Marlaska, criticado la actuación policial, en la que según el Defensor del Pueblo, no se respetaron «las garantías legales nacionales e internacionales» ILIES AMAR | EUROPAPRESS

24 ene 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Tanto ayer como hoy, algunas vidas no valen nada; o, mejor dicho, la escasa consideración social que se tiene sobre ellas provoca que segar esas vidas no tenga consecuencias, sea parte del paisaje cotidiano, casi un accidente pasajero. Las convierte, en suma, en prescindibles, y el crimen que las arranca de cuajo, en impune «defensa del interés nacional», «protección de la seguridad» o versiones análogas del mismo tema. Cuando la víctima proviene de la marginalidad más absoluta, de los nadie entre los nadie, los «que cuestan menos / que la bala que los mata» en los versos de Galeano, la impunidad tiene siempre más visos de prosperar.

Es difícil no concluir de esta amarga manera cuando se aprecia la falta de reacción, de investigación y de voluntad de conocer la verdad y el detalle de los sucesos de Melilla del pasado 24 de junio. De la mano de esa inacción, viene igual pasividad a la hora de adoptar medidas para impedir una probable repetición. Recordemos lo esencial: 37 migrantes muertos según las distintas organizaciones de Derechos Humanos que han investigado la tragedia (23 muertos en las cifras oficiales) y otros 77 en paradero desconocido, después de una intervención (en la práctica, conjunta) de las fuerzas de seguridad españolas y marroquíes, que convirtió el paso fronterizo del llamado Barrio Chino de Melilla en una dantesca ratonera. En un recinto de 200 metros cuadrados llovieron sobre centenares de personas, aterrorizadas y en estampida, pelotas de goma, bombas lacrimógenas, piedras y un despliegue de brutalidad policial inusitado. Una intervención realizada con un manifiesto desprecio por la vida, asumiendo que el resultado pudiese ser tan catastrófico como aconteció. Por no contar los múltiples heridos, la denegación de auxilio y asistencia sanitaria o las más de 400 devoluciones en caliente de personas provenientes de países como Sudán, potencialmente merecedores de la protección internacional bajo la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, que estamos convirtiendo en papel mojado en los puntos críticos de la frontera. Al Ministro del Interior, sin embargo, lo único que le ha preocupado, desde el primer minuto, es si se produjo alguna víctima en territorio español (lo de menos para las víctimas y sus familias, naturalmente), siendo como poco discutible que la zona contigua al puesto fronterizo no se encuentre bajo nuestra soberanía. Ni un minuto de inquietud para analizar si el papel jugado por nuestras fuerzas de seguridad contribuyó al desenlace letal. Ni un minuto para exigir explicaciones a los homólogos del país vecino, habituados a la patente de corso, manteniéndonos sustancialmente en el «bien resuelto» que aún resuena. Las autoridades españolas respiran, archivada la investigación de la Fiscalía y protegida la frontera. Apenas importa que, al otro lado, como complemento de la acción española, reinase la barbarie policial a la que Marruecos nos tiene acostumbrados. La falta de valor y las verdades incómodas también molestan en las instituciones españolas, pues, con la honrosa excepción del Defensor del Pueblo, nadie quiere saber nada: ni investigación en el Congreso de los Diputados ni propósito reflexivo entre los dirigentes al mando. Sin embargo, llamando a las cosas por su nombre, se ha tratado de una matanza en toda regla por la que las generaciones futuras nos inquirirán, y que ha colocado a nuestro país en las cabeceras de los medios de comunicación de todo el mundo, espantado con la inhumanidad más radical y la indiferencia más extrema.

Hace 90 años, otros nadie, en este caso unos jornaleros de Casas Viejas (provincia de Cádiz) y sus familias, murieron en el incendio provocado de la choza de Francisco Cruz Gutiérrez Seisdedos o ejecutados extrajudicialmente por guardias civiles y guardias de asalto, en las represalias que siguieron a un levantamiento anarquista. Veintiséis muertos se contaron de aquella. También eran prescindibles, pues poco valía menos que un bracero andaluz, en el contexto de la represión contra su gimnasia insurreccional desesperada. El Gobierno republicano de entonces se dedicó, en las semanas iniciales, a defender la respuesta policial en nombre del orden; aunque, al tiempo, las comisiones de investigación parlamentaria (de aquella sí la hubo, presidida por una autoridad como Jiménez de Asúa, de esas que hoy escasean en las Cortes) y la consternación de la base popular que lo sustentaba, provocó un fortísimo desgaste al Ejecutivo. Se produjeron sucesivos ceses y dimisiones en la cadena de mando, incluyendo la del todopoderoso Director General de Seguridad de la época, muy cercano al Presidente del Consejo de Ministros, Manuel Azaña. En los meses y años posteriores se desarrollaron distintos procesos judiciales (testificando el propio Azaña y Casares Quiroga, Ministro de la Gobernación al tiempo de los sucesos) y se pronunciaron condenas penales frente a los responsables. En los meses posteriores a los sucesos, la deslegitimación del Gobierno hizo mella y pavimentó el camino a una desafección en sus bases electorales que, a falta de respuesta, contribuyó a la contundente derrota en las urnas de noviembre de 1933. Por supuesto, la derecha, que no desaprovechó la ocasión para atacar al Gobierno ferozmente, sacó rédito de la relativización de la violencia institucional, consecuencia inmediata de la justificación de los excesos de las fuerzas de seguridad. Llegado su tiempo al frente del Gobierno, hizo lo propio con superior intensidad y, como se diría hoy, «sin complejos»; algo que pervive aún en la memoria colectiva, a poco que evoquemos, por ejemplo, la Asturias postrevolucionaria de unos meses después.

Aquellos años complicados (lo peor y más salvaje estaba por venir) no se parecen en mucho, y menos mal, a estos. Pero, como todos los acontecimientos históricos, siempre hay concomitancias, que en este caso pasan por la condición desahuciada de las víctimas, los abusos del poder, el blanqueamiento de la violencia estatal y las contradicciones de los gobiernos de vocación progresista, sometidos a la prueba de estrés que es dirigir las instituciones. Ya nos recuerda Marguerite Duras que la mirada crítica sobre el pasado nos permite ver en qué se asemejan y en qué difieren acontecimientos parejos, extrayendo las enseñanzas en ese ejercicio comparativo, como en este caso. En la estela de la masacre de Melilla, el Gobierno de España y los partidos que lo sustentan todavía no han tenido tiempo de analizar, o ni siquiera les preocupa, qué clase de deslegitimación se han ganado a pulso con su actuación o su silencio ante un evento de esta envergadura, que, por cierto, se suma a otros episodios de restricción ilegítima de derechos civiles en esta Legislatura, aunque no tan descarnados como éste. No se han preguntado qué frutos obtendrán de la consagración de la impunidad. Qué cosecha recogerán de la complicidad con una respuesta violenta y mortífera a un fenómeno imparable como el de las migraciones y a otro que desgraciadamente no cesa como el de las personas que se ven en la necesidad de buscar refugio escapando de países y territorios en conflicto. Qué clase de autoridad moral tendrán cuando, en un tiempo próximo, no sólo se justifique, sino que se aliente (como ya sucede en las democracias autoritarias y con los gobiernos nacional-populistas) la respuesta estrictamente policial o incluso militar ante este fenómeno. Cómo se empleará a fondo la derecha con las herramientas que este Gobierno le está sirviendo en bandeja en materia securitaria. Y, si las encuestas no fallan, cómo lo aprovechará al frente del Ministerio del Interior, o con una influencia decisiva sobre él, cualquier émulo de Orban, Salvini o de Meloni, que ya debe estar frotándose las manos.