«Dolce far niente»

OPINIÓN

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29 abr 2023 . Actualizado a las 10:06 h.

La famosa brecha generacional que antes nos separaba de nuestros padres y ahora nos aleja de nuestros hijos se manifiesta en el presente por la capacidad o incapacidad de no hacer nada. Si te topas con alguien que mira al infinito, sin nada en las manos, ni en las orejas, quieto, sin masticar nada, sin hablar, alguien que solo pasa el tiempo, quizás pensando o viendo la vida pasar, ese alguien tendrá, seguro, más de sesenta años, por poner una frontera. De ahí para abajo, hay superactivos nativos, que ya nacieron con la contraseña de Netflix y la suscripción a YouTube adjuntos a la partida de nacimiento, y superactivos sobrevenidos, entes analógicos que llamaban por teléfono desde las cabinas y que se han enganchado a la acción con la devoción de los intrusos.

El mundo está hoy lleno de personas que hacen todo el rato cosas y varias cosas a la vez, una especie de hiperactividad posmoderna que deriva en patológica hasta convertir el cerebro en un yonqui de los estímulos externos constantes. Hay además un premio social al ocupado que ubica al individuo en la escala social en función de las revoluciones en las que vive.

La cuestión es tan así que existen ya terapias para aprender a no hacer nada o mejor para aprender a hacer nada y una filosofía bautizada por los holandeses con el nombre de niksen que convierte la inactividad en un arte y pauta períodos de desconexión programados durante el día, lo que quizás sea una nueva fuente de estrés.

El sacerdote supremo de esta aspiración a la pasividad tendría que ser El Nota, ese Jeffrey Lewosky alérgico al trabajo, el gran vago de Los Ángeles que nos seduce en la película de los Coen a base de pereza, un derecho, por cierto, sobre el que ya teorizó Paul Lafargue en el siglo XIX y al que andando el XXI estamos renunciado de manera voluntaria. Es ese no hacer nada que en italiano suena como solo suenan las cosas en italiano: dolce far niente.