La Historia, la memoria y la importancia de las palabras

OPINIÓN

Simpatizantes de Falange se enfrentan a la policía ante el cementerio de San Isidro de Madrid, lugar de destino de los restos de José Antonio Primo de Rivera
Simpatizantes de Falange se enfrentan a la policía ante el cementerio de San Isidro de Madrid, lugar de destino de los restos de José Antonio Primo de Rivera Eduardo Parra | EUROPAPRESS

03 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Italia celebra el 25 de abril el día de la Liberación, una fiesta nacional que este año, con un gobierno presidido por una no sé si posfascista, exfascista o criptofascista, se esperaba con cierta expectación. El señor La Russa, presidente del Senado, del que se sabe con certeza que fue fascista y todavía hoy tiene en su casa un busto de Benito Mussolini, había calentado el ambiente al afirmar que la Constitución italiana no es antifascista. Al lector español que no conozca demasiado la historia y la política del país le puede parecer normal que una Constitución no sea antialgo, pero Italia la elaboró tras el fin de una lucha contra la ocupación nazi, que contó hasta el final con el apoyo de fascistas locales, que lo fue también contra su propia dictadura. El papel de los ejércitos aliados resultó, sin duda, decisivo, pero el de la resistencia partisana tampoco fue desdeñable desde 1943 y fueron guerrilleros italianos los que capturaron y ejecutaron al Duce y lo colgaron de los pies en una gasolinera milanesa en 1945.

La proclamación de la república y la elaboración de una Constitución democrática estuvieron impregnadas del espíritu partisano, del que también se sentía partícipe la Democracia Cristiana. De hecho, la carta magna aprobada en 1947 decreta en sus disposiciones finales y transitorias que los políticos perseguidos por el fascismo podrían convertirse en senadores de la primera cámara constituida tras su entrada en vigor, prohíbe la reconstrucción «bajo cualquier forma posible» del partido fascista y establece que se restringirán los derechos políticos de los jerarcas del fascismo durante un máximo de cinco años. Cierto es que la entrada en vigor de la Constitución italiana coincidió con el inicio de la guerra fría y que, además, sucedió en Italia. En 1946 se creó el Movimiento Social Italiano, un partido ni pos ni ex, sino claramente neofascista, abuelo de los actuales Hermanos de Italia de la señora Meloni, que, con solo algunos incidentes en su trayectoria, pudo hacer de fascista hasta que, en los años noventa del pasado siglo, el pragmático Gianfranco Fini lo transformó en la Alianza Nacional que se alió con Berlusconi. En 2012, La Russa y otros dirigentes decidieron romper con Berlusconi y volver a la tradición del MSI y crearon el actual partido, que conservaría la llama tricolor «missina» como símbolo. Paralelamente, existieron en Italia otros movimientos fascistas más radicales, muy violentos, que cometieron algunos de los atentados terroristas más sangrientos que sufrió Europa tras la Segunda Guerra Mundial, todavía quedan rescoldos, como el muy activo y agresivo CasaPound.

Había curiosidad por comprobar cómo celebraría Giorgia Meloni el 25 de abril. Mientras La Russa prefirió irse a conmemorar la lucha contra el comunismo en Praga, la primera ministra no eludió su papel institucional y afirmó que no sentía nostalgia del fascismo, pero los periódicos de centroizquierda o liberales, en el buen sentido del término, que en Italia todavía existen, y los partidos de la oposición le criticaron que eludiese pronunciar tres palabras clave: «liberación», que sustituyó por «libertad», «antifascismo» y «partisano». En cambio, el presidente de la república, Sergio Matarella, permitió con su largo discurso en un lugar histórico de la resistencia partisana que el periódico turinés La Stampa pudiese titular en primera página el día 26, sobre la foto del jefe del estado, «Italia es antifascista» y «La Constitución es hija de los partisanos»; en la portada del diario milanés Corriere della sera se leía: «‘Nosotros somos hijos de la resistencia’. Matarella el 25 de abril: la Constitución nació de la lucha partisana»; por último, el romano La Repubblica escribía sobre la foto del presidente «Hijos de la resistencia» y, debajo, otro titular que decía: «Meloni habla de ‘fiesta de la libertad’, pero calla sobre el antifascismo». Tan importantes pueden ser las afirmaciones como las omisiones.

En Italia es mucho más fuerte que en España el rechazo a la nostalgia del fascismo y existe, desde 1945, una cultura pública de lugares de la memoria y conmemoraciones, además de magníficas obras literarias y cinematográficas, o una amplísima historiografía y gran cantidad de ensayos publicados sobre y, a la vez, contra el fascismo, pero nunca se cumplió el mandato constitucional sobre su ilegalización y ha llegado a la presidencia del gobierno la dirigente de un partido que se presenta como posfascista, pero cabe la duda de si es realmente exfascista o incluso de si podría ser criptofascista. Si por algo se caracterizó históricamente el fascismo es por el cínico uso de las palabras y las instituciones democráticas en su acceso al poder.

Palabras, por ellas los conoceréis. En España, a cuántos les cuesta todavía utilizar «dictadura» y se quedan en el «régimen anterior», o hablan de «autoritarismo». Cuántos asocian los términos «república» y «guerra civil» y se olvidan de que más provocó la monarquía solo en la Edad Contemporánea. No es raro que se defina al franquista como «conservador», que al nacionalista español se lo haga pasar por «constitucionalista» o al machista se lo llame «masculino». Y están los que cuando oyen hablar de víctimas del franquismo enrojecen de ira y saltan como energúmenos gritando «¡Paracuellos!», como si un muerto fuera capaz de borrar a otro.

No pretendo desanimar a quienes impulsan las políticas de memoria en nuestro país, solo aportar un poco de incómodo realismo. Es importante educar a la infancia y la juventud en los valores democráticos y en su historia; es un deber moral recordar a quienes dedicaron sus vidas a promoverlos y lucharon contra las tiranías; satisface que los honores recaigan en personas e instituciones que defendieron la libertad y la dignidad humana y no en las que intentaron destruirlas. Lo que no impide que haya una tendencia natural al olvido o a la deformación del pasado, que afecta a las personas y a las colectividades humanas. Tampoco que haya quien desee manipularlo en función de sus intereses o de su ignorancia, algo que hoy favorecen Internet y las redes sociales. Es una lucha que no tendrá final y que producirá, sin duda, muchos sinsabores, Italia lo demuestra.

Algo se ha visto con el traslado de los restos de José Antonio Primo de Rivera. Independientemente de las chuscas confusiones con su padre el dictador, que se produjeron incluso en medios que cuentan con un costoso servicio de documentación y que son una buena muestra de los fallos de la educación secundaria en España, no solo de la falta de memoria histórica, de nuevo ha salido la derecha a desvirtuar el acontecimiento, cuando no a reinventar la personalidad histórica del fundador del principal partido fascista español.

Es significativo lo cómoda que se siente la derecha española con las calles dedicadas no solo a militares y políticos fascistas, sino incluso a verdaderos criminales y con los monumentos de la dictadura y sus símbolos. Llega a molestarse cuando se remueven y actúa como el alcalde de Madrid, sedicente moderado, que vandaliza los dedicados a cargos públicos democráticos. Ahora se ha insistido en que Primo de Rivera hijo fue una víctima de la guerra civil, lo que no puede considerarse falso, como tampoco lo es que su partido hizo lo posible para que estallase y se convirtió después, al menos formalmente, en el único de la dictadura. Falangistas fueron, por otra parte, muchos de los peores asesinos de la retaguardia franquista durante la guerra e incluso en la inmediata posguerra, algo tendría que ver con la «doctrina» de su líder.

Llegué a leer en un medio de extrema derecha, que no tiene empacho en llevar la palabra «libertad» en su cabecera, que Falange no fue un partido fascista porque no llegó a serlo de masas. El iliberal articulista debió leer en algún sitio que una de las diferencias entre los partidos fascistas y los de la derecha tradicional del periodo de entreguerras era que, mientras aquellos seguían los métodos de la izquierda para integrar y movilizar a las masas, los conservadores clásicos eran partidos de notables, que solo las movilizaban en periodos electorales. Ahora bien, que un partido fascista no tuviese éxito solo significa que sus dirigentes no fueron muy hábiles o que el horno no estaba en ese momento para bollos. La abundancia de grupúsculos fascistas, o comunistas, que son y han sido incapaces de conseguir que alguien les hiciera caso no los convierte en otra cosa. Como mucho, su marginalidad los acercaría a las sectas y los alejaría de los partidos, pero no cambiaría su definición ideológica.

La república italiana puede producirnos envidia en algún sentido, pero también provocar desesperanza, quizá lo mejor es que nos haga reflexionar sobre la fragilidad de la democracia, la necesidad de conocer la historia y lo importantes, y engañosas, que pueden ser las palabras.