Un hombre entra en un bar

OPINIÓN

Cerveza
Cerveza

04 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay pocas cosas más hermosas que una cerveza. Una cerveza bien tirada, con su corona de espuma y todas esas gilipolleces. En cada bar parece distinta aunque sea la misma marca porque las cervezas se asimilan al lugar donde se toman. En el Bar Colón te la ponían en un vaso de tubo hasta arriba y cuando ibas por la mitad estaba caliente como la orina, era la cerveza del jubilado, larga y barata para abusar menos. En el Bar Extremadura te ponían los dobles en una copa grande y la cerveza adquiría un brillo especial, algo más oscuro que en el Colón, un marrón turbio que solo adquiría un apetitoso color cobrizo al poner la copa al trasluz. Un poco más adelante, en un bar regentado por unas hermanas uruguayas, te ponían jarras de grueso cristal de un litro que pesaban mucho llenas. En los bares del polígono te ponían tercios o jarras de medio litro y sabían a derrota laboral, a incertidumbre, a España entera. Los fines de semana, las pintas de Guiness me parecían elegantes en su opacidad y su sabor amargo era el pedigrí de los idiotas, todo el que toma una cerveza negra cree estar tomando un elixir divino, sagrado, es un bebedor con criterio y el que la cerveza negra tenga más graduación que las normales no tiene nada que ver. Luego estaban las cervezas finas, las de cereza, las de extraños nombres extranjeros, las cervezas belgas con monjes en la etiqueta, de esas que casi se pueden masticar y que me sentaban fatal, las alegres pilseners que piensas son fruto de un saber ancestral cuando su origen se sitúa en el siglo XIX. Las he bebido todas, pero al final me daba exactamente igual la calidad de lo que bebía, no pretendía saborear nada. Cuando llevas varios litros encima te da igual el sabor. Posiblemente no me habría enterado si el camarero se hubiera meado en mi cerveza.

Al salir del trabajo paraba en los bares del polígono. Pedía dos  jarras de cerveza y me las bebía a solas ante la mirada ausente de la camarera. A las cinco y pico de la tarde no había nadie más por allí, todos tenían algo que hacer, supongo, pero yo no, yo estaba muerto y los muertos descansan. Dejaba el polígono y acudía al Bar Colón a beberme uno de sus repugnantes tubos de cerveza mientras dejaba que los zapatos se me quedaran pegados en el suelo de terrazo. Luego, en la calle paralela, en Reyes Católicos, pedía un par de dobles en el Extremadura. Después iba al bar de las uruguayas y me pedía dos jarras de las grandes. Los pensamientos iban y venían y se diluían y llegaba un punto en el que ya no podía pensar. Volvía a casa despacio como si no supiera a dónde iba. Ese tour no había durado más de una hora y media o dos. Junto al Colón, había una tienda de una familia china. Allí compraba seis u ocho botes de Mahou, dependiendo de la vergüenza y las ganas. En ocasiones, a las nueve o las diez bajaba otra vez a la tienda porque se me habían acabado y ya no podía dormir. El dependiente me saludaba con un gesto de la cabeza al entrar. Era su mejor cliente. Siempre me sonreía cuando le pagaba como si supiera que me tenía bajo su hechizo fruto de un saber milenario. Fue la primera persona a la que decepcioné al dejar la bebida. El amor eterno no existe. Lo nuestro no puede ser, se me ha roto el corazón y se me va a romper el hígado. Ya no queda ilusión si es que alguna vez la hubo. Ya no tengo sed. Nuestra relación lleva mucho tiempo estancada. Todo eso.