El doctor Pitanguy, cirujano plástico

OPINIÓN

El Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli se puede contemplar en las Salas 10/14 de la Galería Uffiz
El Nacimiento de Venus de Sandro Botticelli se puede contemplar en las Salas 10/14 de la Galería Uffiz .

21 may 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Soy escritor de los domingos por decisión de la superioridad, la periodística. No es lo mismo publicar, los lunes o cualquier otro día de la semana, que los domingos, pues, como dijera el valenciano Manuel Vicent, «el escritor de domingos no tiene derecho a amargar el descanso del «Día del Señor» a los lectores/as; el lunes, por el contrario, ya sí». Imagino a mis lectoras/lectores leyéndome mientras, en día de descanso y placidez, beben vermuts rojos en terraza de bar con sillas de madera como las de IKEA y mastican calamares fritos, que saben a «chicles». 

Y recordando al genial Vicent, digo que, gracias a él, me aficioné al escritor romántico Bécquer. Escribió Vicent, en Memorias de Sobremesa (1998): «Yo he leído las Rimas de Bécquer en el retrete y después tiraba de la cadena». De aquello me quedó esto: cuando viajo a Sevilla o Toledo, ciudades muy de Bécquer, me acuerdo del retrete y de las clases de Gamallo Fierros, que fue el magis sabedor del poeta sevillano, habiendo sido el Gamallo natural de Ribadeo ¡qué mérito! tanto como el de los Sotelo-Calvos todos ellos primero calvos y luego sotelos.

Todo lo que antecede, sea dicho por un lado, pues por el otro, añado que jamás releo ni reescribo lo mío, pues creo que entraría en la endiablada dinámica de «perfeccionar» lo escrito, que es pretensión interminable, loca e imposible, propia de escritores chiflados o de neuróticos/lunáticos, y también de algún editor de provincias. Únicamente vuelvo a lo escrito, días después, si pienso haber cometido injusticia; si fui injusto. Por más que lo pretenda, no puedo librarme -es evidente- de mis deformaciones profesionales, que son, no una, sino varias, y que cuando estoy a punto de librarme de una, empiezo con la siguiente, y así ad infinitum, de manera interminable. 

Eso, lo de la injusticia y por omisión, me pudo pasar con mis últimos escritos sobre «el cuerpo y las grasas», después de haber meditado, también ahora, lo que leí en el extinto dominical Magazine, allá por enero de 2016. En una entrevista, en las páginas 16 y siguientes, el prestigioso brasileño, ya fallecido, y cirujano, dijo: «La función de la cirugía plástica es procurar que cada uno pueda encontrar el placer de vivir en paz con su propia imagen». En esa misma entrevista, el doctor señaló que su estancia en Barcelona era para conferenciar en la Clínica del Doctor Planas, el más célebre cirujano plástico español. 

Y aquí debo hacer un aparte: el miércoles último, el 17 de mayo, comí en Barcelona con mi amigo Javier Planas i Ribó, uno de los dueños actuales de la Clínica Planas, sin duda la mejor de las clínicas de Cirugía estética en España y una de los mejores de Europa. Javier Planas, hijo del fundador de la Clínica, está casado con una gijonesa, Mónica, hija a su vez de Paco y Puri, y hermana de Patricia y Bea. Javier me habló mucho de Ivo Pitanguy y de Verges, este último editor exclusivo del gran Joseph Plá, al que conoció siendo niño. José Verges, el de Destino, me interesó desde los finales años sesenta del siglo pasado que compraba los sábados esa Revista, siendo también editorial, en el quiosco de la estación de RENFE en Oviedo, vistiendo el entonces quiosquero mono azul.  

Es muy importante la frase en negrita y entrecomillada en párrafo precedente, y ello por varias razones. En primer lugar, porque escaseando tantísimo los verdaderos placeres a nosotros, los humanos, todo lo que sea contribuir a procurarlos, siempre me parecerá poco, muy poco; a dicho efecto, con mi cuerpo -lo confieso- hago la contribución precisa, teniendo en cuenta mi «poquedad», mi limitada poquedad. Hay que dejarse de bobadas y misantropías, y se debe declarar que los grandes placeres implican agitar el cuerpo, como batirlo en batidora de cocinero, bien al cuerpo entero, bien a alguna de sus sensibles partes, partes que llamo las del Vicks VapoRub, pues son del «frota y basta». Los placeres del alma son, naturalmente, de otro tipo, más aburridos y sin cosquillas, como Via Crucis en la catedral del obispo ordinario.

En segundo lugar, porque conseguir el placer con la imagen de uno mismo es asunto difícil y de mérito, siendo lo más frecuente o corriente eso tan patológico y enfermizo que se llama el narcisismo ?a estas alturas se sabe que el pobre Dorian Gray, del irlandés Wilde, estaba como el mismo escritor, mal, muy mal de la cabeza-. Estar a gusto con la imagen corporal de uno, sin caer en narcisismo o «montarse películas», casi es de prodigio, unos y unas porque se consideran supermanes y otros y otras por considerarse liliputienses.

Además, los espejos engañan y mucho. Los grandes cantantes de los espejos suelen ser poetas, que, como sublimes literatos, son unos grandes mentirosos y engañabobos y engañabobas, enredados entre fantasías y de ninguna verdad. Borges es un ejemplo de mentiroso de libro

¿Cómo es posible que el espejo no denuncie el horror de esos morros hinchados y/o postizos que lucen damas de una yet ya decadente, paseando por jardines y muros de playa, las cuales no dejan de mirarse al espejo o a los escaparates, espejos borrosos, y que sean incapaces de verse tal cual parecen, esconderse en sus casas y no salir jamás? En tercer lugar, ¡menudo el coctel! con mezcla de palabras y conceptos tan variopintos y contrarios como los formados por «placer», «vivir», «paz» e «imagen». De difícil coctel, incluso para Pedro Chicote, que en paz esté. Tal mezcla es como la llamada «armonía de contrarios» del presocrático Heráclito, el mismo que, con coherencia, escribió lo de que «todas las cosas fluyen». Y en cuarto lugar, «en paz», que, por si sólo se explica, y pienso en doña Ana, la carismática y guerrera alcaldesa ovetense de Gijón, de las amazonas míticas. 

Y el doctor Pitanguy añade: «Para uno que tiene una deformidad, que sufre por algo de su imagen, ¿por qué seguir así si la cirugía plástica lo puede solucionar?». La pregunta no puede ser más sensata, pero el problema son los cuartos, pues ya dijimos que esa cirugía es cara, mandando a los pobres, con poco pelo o con mucha grasa, a Estambul en la Turkish Airlines, que es el transporte otomano de actualidad, como la alfombra voladora lo fue mucho antes, en Las mil y una noches. Habrá mucho que debatir, por ejemplo, si los implantes capitales, por escasez de cabello, tienen el rango categorial de deformidad. 

El Doctor también, muy interesante a propósito de la falta de cabello, dijo: «A veces una pequeña deformidad se puede somatizar y convertir en un problema mayor». Creo que en esa frase están incluidas todas las posibilidades: desde la percepción o sensación de una pequeña deformidad frente a una gran deformidad; desde considerar un problema mayor frente a un problema menor. El relativismo está en lo de «somatizar», que es como meter en el cuerpo lo que es psicológico y anímico, que se dan de leches. Y a mi estilista, Julio Suárez, el grande de la Calle San Bernardo de Gijón, le repito que a los calvos diga que lo de ellos no es para desesperarse, pues en las grandes autopistas, jamás crece la hierba.  

Estamos en el terreno del «depende», la duda y el relativismo, preguntándose el Doctor: «En mi país (Brasil) ahora una operación muy frecuente es reducir los pechos excesivamente grandes. ¿Es sólo estética? A veces causan problemas de espalda…». Esto nos ha de llevar a una cuestión muy seria y es la necesaria cobertura de la Seguridad Social de intervenciones estéticas que, tal vez, sean mucho más que eso, más que simplemente estéticas, afectantes al bienestar físico y psíquico, con dependencia exclusiva de los dineros, ténganse o no se tengan. 

La obsesión y el idealismo corporal, estirando lo estético hasta los límites imposibles, nos hace olvidar el verdadero feísmo, que es innato a nuestros cuerpos, en oposición al menos verdadero guapismo. Por eso y para el feísmo, en artículos anteriores trajimos a Rabelais, escritor de feos gigantes, «gargantuas y pantagrueles». Por eso y para el guapismo, trajimos a pinturas y esculturas del Renacimiento y Barroco -pienso en las gorditas «Venus» o en el David florentino-. Y no hay duda, pues, que la realidad es la que es: el cuerpo entre «el pis» y «la caca». 

Así nacemos, así vivimos y así morimos, y sin excepción que sirva para confirmar la regla. Seres todos somos y cada uno entre pises y cacas, todos en el abanico, desde los píos deanes de catedrales a los obispos, sus jefazos, incluidos también los notarios, con matrícula en el Colegio de notarias, que son como las Ranas en la comedia de Aristófanes.

El cuerpo me pide seguir, pero el espíritu de mis lectores y lectoras exige que aquí quede, pues, siendo escritor de domingo, como escribí al principio, puedo interferir con lo de los calamares fritos, no debiendo hacer alardes de lengua larga, pues la lengua, como la vida misma, ha de ser breve. Y tengo, finalmente, que referirme a mi comentarista, al valiente Eduardo García Morán, que en mi artículo La otra pasión turca, a propósito de los derviches, comentó querer alejarse conmigo del caos. Yo encantado.

Me parece, Eduardo, de buen propósito el tuyo, y en homenaje a ti, en el próximo articulo seguiré con lo del cuerpo y los derviches místicos, poniéndote, ahora y entra tanto, en trance con el recuerdo de que al grito por el sheikh del ¡Eyvallah! los tres derviches comienzan su danza por Alá.