Quería escribirle un obituario a Bahamontes y no he podido hacerlo hasta hoy, ya más de una semana después de su fallecimiento a los 95 años de edad. Pero nunca es tarde para un obituario. Esa es una de las bondades del género, porque la muerte es larga, da tiempo a todo, y porque cualquier recuento de una vida merece la pena. Y ya no digamos si se trata de una vida que ha proyectado sombra tan alargada como la de Federico Martín Bahamontes, que fue uno de los grandes del ciclismo, pero que, sobre todo, consiguió algo aún más difícil, que es elevarse a la categoría de mito. Cuando me hice aficionado, Bahamontes ya se había retirado, pero también fue mítico para mí porque lo había sido para mi padre. Así que escuché yo una y otra vez la famosa anécdota del helado y el relato de sus épicas escaladas, cuya ventaja se disolvía luego lentamente en los descensos, siempre entre la victoria pírrica y la derrota épica. Mi padre incluso lo había filmado con su tomavistas de súper 8 cuando la Vuelta Ciclista a España pasó por Lugo en 1965, justo el año de su retirada, y yo le vi cien veces proyectado en la pared de casa, borroso por el gotelé.
A mí me parece que Bahamontes estaba predestinado, toda vez que nació en una caseta de peón caminero, hijo de un picapedrero que hacía carreteras. En Francia luego lo compararían con Don Quijote por su aspecto enjuto, pero, puestos a tirar de los clásicos, en realidad era más bien un Lazarillo o un Guzmán de Alfarache, un personaje de la picaresca. De niño, en el Madrid de la guerra, había dado de comer a su familia cazando ardillas y gatos en El Retiro, y después de la contienda tuvo que recurrir al estraperlo. Fue así cómo aprendió a pedalear tan fuerte: escapando en bicicleta de la Guardia Civil. Cuando empezó en el ciclismo era todavía tan pobre que, para participar en un torneo en Asturias, se iba en bici desde Toledo vistiendo una chaqueta de aviador que se había comprado en el rastro. Aun cuando llegaron los éxitos, ya nunca se le quitó la cara de posguerra, que era la que tenían entonces los ciclistas y los toreros. De hecho, la famosa rivalidad de Bahamontes con Loroño fue el equivalente, unos sobre ruedas y otros en los ruedos, a la que enfrentaba a Dominguín y Ordóñez. Y fue en 1959, el mismo del «verano peligroso» que contó Hemingway, cuando Bahamontes ganó su histórico Tour. Pero fue la montaña la que conquistó con más frecuencia: seis veces en Francia, dos en España, una en Italia.
Lo del helado se ha explicado muchas veces: Bahamontes iba en cabeza cuando coronó la cima de La Romèyre y se paró a comer un helado de vainilla de dos bolas. En realidad, se le había averiado la bici y sabía que no tenía posibilidades de ganar, pero la prensa creyó que aquello era una machada y eso le hizo famoso. La leyenda es la verdad con unos kilos de menos. A mí, en cambio, me gusta más la anécdota de su retirada en el Tour de 1965, cuando, subiendo el Portet-d'Aspet, entendió que su carrera había llegado a su fin y decidió acabarla con otra estampa de novela picaresca. Se escondió en los matorrales, haciendo creer al pelotón que iba tan adelantado que se había vuelto inalcanzable. Era como terminar con un milagro, la fantasía perfecta de todo ciclista. Y, a partir de ahí, dedicó el resto de su vida a reparar y vender bicicletas. Poco antes de morir decía que le gustaba ver el Tour en televisión. Le complacía contemplar otra vez los sitios por los que había pedaleado, y cómo habían cambiado. Imagino que se le haría raro, el no ver su sombra proyectada en el asfalto de la carretera.
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