Mucha inteligencia artificial. Mucha tormenta de ideas digital. Mucha alianza de civilizaciones. Muy y mucho, que diría Rajoy, siglo XXI llegando al cuarto de kilo. Pero, al final, sigue habiendo unos individuos poderosos que zarandean el mundo a golpe de caprichos. Si a Elon Musk le apetece desconectar su red de telecomunicaciones para evitar un ataque de Ucrania a la flota de Rusia, pues desenchufa un rato y aquí no ha pasado nada. Si prefiere reducir personal y que su red sea más permisiva con insultos racistas y comentarios machistas, pues tira las quejas a la papelera y listo. Todo en aras de la libertad, esa que tanto faltaba en el antiguo Twitter. Pero si le pican las noticias que ofrecen grandes medios que no le son simpáticos, pisa el freno en X, ralentiza procesos intencionadamente y hace que los usuarios tarden más en acceder a esas webs. Puede ser más fácil acceder a un enlace en el que un iluminado invita a tratarse el cáncer con lejía que a una pieza de información científica. Paradojas de este tipo tan espacial y tan especial. Lo que diga el señor. Pero no tiene la exclusiva. Si el heredero de turno de Arabia Saudí quiere fichar a Cristiano Ronaldo, llevarse a un chaval del Celta, comprarse a unos cuantos genios del golf y pegarle un bocado a Telefónica, pues le da a la manivela del petróleo y listo (o peor, cierra el grifo para subir precios). La biografía de Musk escrita por Walter Isaacson, el hombre que mejor retrató a Steve Jobs, ata los dos cabos. El magnate estadounidense ayudó a los saudíes a cazar disidentes. El siglo XXI los da y ellos se juntan. Y el mundo, silbando.
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