La jornada laboral de tres horas

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

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Oscar Vázquez

26 oct 2023 . Actualizado a las 08:16 h.

El PSOE y Sumar se proponen rebajar de 40 a 37,5 las horas de trabajo semanal y, de inmediato, los tertulianos vespertinos le abren un generoso hueco al tema entre los asuntos de actualidad. Defensores y detractores de la medida discuten acerca de sus efectos sobre la productividad y la producción, los salarios y los beneficios, el empleo y el paro, la competitividad y la conciliación. Hay quienes recuerdan que el huso horario de las 40 horas es menos respetado, por exceso o por defecto, que las señales de tráfico. Y son mayoría quienes subrayan el sesgo político de la medida, ya sea para encumbrarla como iniciativa estrella o para significar la frialdad con que fue acogida por los hipotéticos aliados de Sánchez.

Sospecho, sin embargo, que el asunto no levantará pasiones ni grandes refachos borrascosos. No solo por su naturaleza prosaica, sino porque la reducción de jornada ya no es la reivindicación que antaño movía montañas. La fragua en la que se forjó el movimiento obrero, con su lucha y sus conquistas y sus mártires, como los cinco sindicalistas de Chicago ahorcados a la puerta de una fábrica. Caducaron los tiempos heroicos. Atrás queda también la época en la que grandes pensadores pretendían redimir a la humanidad de la esclavitud del trabajo, rebajándolo a mínimos y regalándonos tiempo para cultivar los huertos del espíritu. Hay tres ensayos a este respecto, heréticos y utópicos, cuya gratificante lectura les recomiendo con entusiasmo.

El primero lo firma Paul Lafargue, marxista y yerno de Carlos Marx. Se titula El derecho a la pereza y lo escribió para refutar al socialista Louis Blanc y su El derecho al trabajo. El uso generalizado de las máquinas y una jornada máxima de tres horas debería permitir a la sociedad consagrar su tiempo a la ciencia, el arte y la satisfacción de las necesidades humanas elementales. El autor cita el mal ejemplo de los gallegos para quienes, al igual que escoceses, chinos y otros «auverneses», el trabajo —la esclavitud— es una necesidad orgánica. Medio siglo después, desde las antípodas ideológicas, Bertrand Russell comparte la tesis de Lafargue en su Elogio de la ociosidad. Afirma el filósofo que «la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño» y que «el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquel», que cifra en «cuatro horas al día». El tercer texto, mi favorito, lo firma John Maynard Keynes: Las posibilidades económicas de nuestros nietos. En cien años, sostiene Keynes en 1930, en plena Gran Depresión, la riqueza se habrá multiplicado por siete u ocho. El vaticinio, a siete años de que expire el plazo, ya se ha cumplido con creces en su país y el nuestro. Cubiertas las «necesidades absolutas», nuestros nietos podrán reducir su jornada laboral a «turnos de tres horas o semanas de quince horas». No hace falta ser un lince para determinar por qué encalló esta parte de la profecía. La riqueza multiplicada no ha cubierto las «necesidades absolutas» de mucha gente y las «necesidades relativas» se han mostrado insaciables: desigualdad y consumismo.