Nacimiento entre escombros

OPINIÓN

27 dic 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

En la Iglesia Evangélica Luterana de Belén, el pastor Isaac Munther ha colocado este año el nacimiento entre escombros y al niño Jesús envuelto en una kufiya. Las imágenes de María y José, los pastores y los Reyes Magos alrededor, bien parecen las de los palestinos de Gaza que, tras cada bombardeo, acuden a rebuscar con sus propias manos, entre los destrozos, a posibles supervivientes. Para Munther, si Jesús naciese de nuevo, lo haría entre las ruinas de la destrucción de Gaza, porque si alguna imagen representa el abandono y la devastación, pero también la lucha incansable por la vida, es la de una madre malpariendo y la de un recién nacido indefenso; ayer entre los animales y la paja de un establo (porque nadie acogió durante una sola noche a una pareja de desarrapados), hoy entre la desolación de una ciudad arrasada ante la impotencia y la justificación del mundo.

20.000 muertos después del inicio de la ofensiva sobre Gaza, con varios centenares sumándose todos los días a la lista, la comunidad internacional sólo ha conseguido ponerse de acuerdo, tras laboriosas negociaciones, para pedir “medidas urgentes para permitir inmediatamente el acceso humanitario seguro y sin obstáculos y ampliarlo” y promover la creación de “las condiciones para un cese de hostilidades sostenible”, que es lo que recoge en la resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobada el 22 de diciembre. Algo es algo, porque expresa, al menos, la consternación por la magnitud del dolor y el deseo de que concluya más pronto que tarde. Pero el órgano encargado de actuar ante el quebrantamiento de la paz bajo el Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, sigue inoperante entre el bloqueo y la insuficiencia, cuando se trata de que Israel se atenga a la legalidad internacional.

En efecto, esta guerra demuestra la insoportable tolerancia de la comunidad internacional con el horror y la radical incapacidad para hacer valer el Derecho Internacional Humanitario. Nadie parece querer, verdaderamente, impedir el castigo colectivo a la población civil la hambruna, la falta de agua, la propagación de enfermedades, los ataques a hospitales, colegios y hasta a centros de la UNRWA (la agencia de Naciones Unidades para la atención a los refugiados palestinos, que a fecha 24 de diciembre ya ha perdido a 142 trabajadores, muertos en los ataques israelíes), el desplazamiento forzoso de cientos de miles de personas o los ataques deliberados contra periodistas. Todos estos crímenes de guerra han sido reiteradamente documentados, a pesar de las dificultades, por distintas organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, acreditando el desarrollo por el ejército de Israel de atrocidades pavorosas. En este contexto de desprecio por la vida de los civiles, apenas extraña que los soldados disparasen por error a tres de sus compatriotas secuestrados, que portaban una bandera blanca. Desgraciadamente, y como muchos de sus familiares denuncian en las propias calles de las ciudades israelíes, el rescate de los rehenes ya no es el verdadero motivo de la ofensiva y, cada día lo es menos el objetivo de aniquilar a Hamas. Al continuar este horrendo conflicto lo que prevalece es la perpetuación, más allá de esta contienda, de la lógica infecta de la guerra, que beneficia a los extremistas, sentados sobre los muertos. La que permite la supervivencia política de Netanyahu y su gobierno plagado de ultras. A la par, crecen en enteros opciones como la reocupación de la franja de Gaza y el entierro definitivo de cualquier solución que pase por el reconocimiento y consolidación de dos Estados, alternativa que la derecha israelí nunca aceptó y la comunidad internacional lleva largos años dejando pudrir.

En la catástrofe humanitaria de Gaza, es alarmante la justificación contumaz que se concede a las acciones militares que la provocan. Ninguna respuesta a los crímenes cometidos por Hamás y otros grupos armados en el ataque del 7 de octubre (por muy despiadado que fuese) y ningún derecho de defensa amparan una comisión masiva y reiterada de violaciones del Derecho Internacional Humanitario. Tampoco dan cobertura a la destrucción completa del territorio gazatí ni a su invasión militar, de perspectiva indefinida. Sin embargo, asistimos a un fenómeno singular de exculpación anticipada, otorgando carta blanca al ejército israelí como nunca antes se había hecho, deshumanizando a la población gazatí y admitiendo la extensión de la rúbrica “terrorista” a toda una comunidad. Equivale a una condena a sufrimientos indecibles, que algunos indisimuladamente consideran merecidos, pese a ser el pueblo que tuvo que refugiarse en la franja desde 1948 y el que ahora sufre los efectos letales de la agresión. Forma parte de la misma argumentación envenenada que lleva a tachar de antisemita cualquier crítica a la actuación de Israel. La misma forma de proceder que lleva alimentando desde hace décadas esta fuente de discordia e inestabilidad permanente, porque, con la fugaz excepción de los Acuerdos de Oslo, no se ha dado una oportunidad para otras vías de salida posibles. Abogar por un Estado de Israel democrático (y ninguno lo es si acepta el ejercicio de tal nivel de violencia y destrucción), que no esté construido sobre el crimen de guerra, que no admita el sojuzgamiento de los palestinos ni el apartheid, no es precisamente un acto antisemita sino, al contrario, el mejor deseo para su supervivencia a largo plazo, en paz, seguridad y en coexistencia con sus vecinos.

Entre tanto, las bombas caen sobre Rafah, Jan Yunis y otros emplazamientos del Sur de Gaza; y nuestros buenos deseos navideños de concordia no sirven de nada mientras los gobiernos occidentales con capacidad para detener la masacre sigan admitiendo este espanto.