Imagen de archivo de una procesión en Sevilla.
Imagen de archivo de una procesión en Sevilla. Raúl Caro | EFE

31 mar 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El narcisismo de las personas es particular siempre, y en ocasiones, inflado hasta el paroxismo de la mano de circunstancias o no buscadas o buscadas con arrebato. No es esto, por supuesto, una revelación, puesto que ya Freud se detuvo a escrutar el ego psíquico, pero también, gracias a su proverbial agudeza, el ego físico, constitutivos del yo como una inferencia del neocórtex, inferencia que resultó de una aberración de la evolución por selección natural.

Pero junto a este narcisismo personal aparece el narcisismo colectivo, que es de una enjundia mucho más perversa porque anula la privada en beneficio de algunas particulares o de particulares organizadas en corporaciones cohesionadas para obtener variedades de regalías insanas que tienen por fin el amansamiento, la inspección y el registro que le son innatos al pastor con sus rebaños de ovejas para evitar que alguna de ellas se desvíe, descarrile de las guías trazadas con precisión geométrica.

Por cuanto yo pueda discurrir, que es siempre más que poco, salvo, quizá, en entuertos ligados a éticas elementales, el colectivo ególatra se incrementa en proporción similar a la caída de la estima personal, vapuleada por las improntas múltiples que se reciben en las pantallas, que es donde, desde los inicios del tercer milenio, se desenvuelven nuestras vidas. Vidas que van de tormento en tormento, bien a causa de manuales de anatomía ideal, bien de manuales ideológico-populistas, bien de manuales informativos preñados de desinformación.

Sea por lo uno, por lo otro o por cualesquiera otras aberraciones, profusamente azucaradas para ocultar el sabor hediondo y tragarlas, las lágrimas han saltado esta Semana Santa entre los nazarenos y las multitudes de creyentes apasionados de las procesiones de unas tallas a tamaño natural que se pasean por las ciudades del país, con singular devoción entre el Tajo y el Mediterráneo, sin desmerecer las de Valladolid, Zamora y la cada vez más beatamente clariniana Vetusta. 

Que lluvias y vientos hayan impedido los llamados «pasos», tan tragicómicos e irreales como propios de mundos de fantasía; que los impedimentos atmosféricos hayan sacudido los huesos y las carnes de tanta gente, rendida a este carnavalesco espectáculo de histeria  e hipocresía, donde se llega cantar el Novio de la muerte, donde la flagelación es virtud, al igual que el luto y el dolor, donde los cantos y las trompetas y las tamborradas parecen querer derribar de nuevo las murallas de Jericó, y todo ello englobado con conjuros rituales, da por resultado la comunión de los egos colectivos, que ese es el objetivo, sin desvincularlos de los patrios y de las simbologías franquistas

La lágrima personal, proveniente de la fe o de la vida dura, es lágrima que enternece. La lágrima colectiva es identificativa, colma la autoidentificación de un enjambre de individuos recolectados en las copiosas manifestaciones (religiosas, festivas, deportivas, políticas…) que surgen en las sociedades ahuecadas y agónicas, exiliadas del raciocinio y la epistemología. Es la soberbia autoafirmación de las sociedades hilarantes las que, vaciadas del yo analítico, se buscan para ser, para ser en sí y por sí mismas, capacitándose, en fin, para inmolarse en el altar mayor de la agnosia.

Viendo las fotografías de los periódicos y las imágenes televisadas, uno puede llegar a imaginar, aunque sea por instantes envueltos en la confusión, que estos «hermanos» están siendo bombardeados por rusos o israelíes. Es decir, la colosal desproporción da la medida de lo que fue la Semana Santa que hoy se cierra con la resurrección del que se asevera, sin que pueda caber un fugitivo rayo de duda, que es el Hijo de Dios. Un hijo y una madre (virgen) que reciben tantos nombres como hermandades hay y habrán en la estela de la estirpe de Abraham, resultando que, si a ellos sumamos al mismísimo Dios y al Espíritu Santo, más que monoteísta, es esta una religión politeísta con sus becerros de oro adosados. Fernando Savater acaba de puntualizar en su último ensayo, Carne gobernada, Ariel, 2024: «El único y verdadero nombre de Dios es adiós».