26 may 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

I.- Sobre los colores: 

Sólo los optimistas y los siempre «bienpensantes», amantes de tópicos, proclaman que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno, creyendo, con benevolencia que, en todo libro, por malo que sea, siempre es posible encontrar algo bueno. Sin llegar a ser pesimista, y permaneciendo en la realidad, rechazo lo anterior al punto, pues cada día compruebo que, entre libros, muchos de ellos, no tienen nada bueno e interesante. 

Pudiera ser que ese fenómeno sea por la facilidad que dan las actuales técnicas impresoras para la autoedición y publicación, y también por culpa de algunas editoriales, empresas editoras, que dedicadas a negocios varios, no sólo al genuino, no pagan ellas al autor, sino al revés; es a ellas a las que paga el autor y para ser publicado. Son tiempos de mucha compra y venta, no sólo en el mercado, que es un lugar, sino también en la sociedad, que es mucho más que un lugar.  

Sigo con la buena costumbre de antiguo bachiller, de abrir un libro y buscar al principio, en las primeras páginas, qué persona física o jurídica se encargó de la edición del libro, y es que hay editoriales con nombres y apellidos que nunca fallan, en ello va su prestigio, editando únicamente lo que merece la pena. Pero en esto, como en tantas otras cosas, hay que «andar con pies de plomo», pues, en verdad, hay editoriales nuevas, de reducido tamaño, que destacan por su buen hacer, que han de merecer todo el apoyo. Es muy interesante lo de que para ciertos autores, más o menos, el libro, su libro, sea su selfi, de narciso. 

Una de esas últimas editoriales se llama Folioscopio, nacida en 2021, aún muy joven, y con esa ilusión que sólo da la juventud, pues la vejez es el tiempo del descreimiento. Recomiendo a los lectores y lectoras visitar la página web de Folioscopio, pues en ella, y más en concreto, en el «quiénes somos», se escriben maravillas. Maravilloso es lo del principio: «Tenemos la libertad de publicar los libros que queremos y a nuestra manera», y se termina con esto otro, igual de maravilloso: «No podemos imaginarnos los libros de Folioscopio sin las librerías». En anteriores artículos ya escribí de mis libreros preferidos, tan importantes, casi como mi «médica de cabecera».

II.- Sobre el color azul: 

Esa editorial publicó, a finales de 2023, Azul. Historia de un color, con un cuidado diseño, azul naturalmente, e «impreso con tintas vegetales respetuosas con el medio ambiente y sobre papel ecológico libre de cloro». El autor del libro es el francés Michel Pastoureau, al que Marc Bassets entrevistó para el diario El País, publicada la entrevista en ese diario el 17 de marzo de 2024. La misma editorial (Folioscopio) publicó, simultáneamente, otro libro en castellano del mismo autor, titulado Rojo. Historia de un color, anunciando que quedaban por publicar otros libros dedicados a colores:  el negro, el verde, el amarillo y el blanco. 

A Michel Pastoureau, historiador y medievalista, gran estudioso de los colores y de los símbolos, asuntos muy importantes, seguí de cerca desde que leí sus respuestas a la escritora Dominique Simonnet, publicadas, primero, en el semanario francés L´Express, en julio y agosto del lejano 2004, y más tarde en formato de libro (Le petit libre des couleurs), en 2005. Al principio del libro, se dan las claves acerca de lo que es el color, que en castellano es del género masculino y en francés es del femenino. 

Escribe Dominique Simonnet: «Los colores no son anodinos, sino todo lo contrario: vehiculan códigos, tabúes, prejuicios a los que obedecemos sin saberlo; poseen sentidos variados que influyen profundamente nuestro medio ambiente, nuestros comportamientos, nuestro lenguaje y nuestro imaginario». Y no se trata de exponer una teoría compleja de los colores, propio de ciencias naturales, como la óptica o la química, y de esas otras «ciencias», las llamadas artísticas, especialmente la pintura. Nos conformamos, ahora, con elementalidades.

Pastoureau escribe del color, afirmando que más que un fenómeno natural, es una construcción cultural compleja, para codificar, clasificar y jerarquizar; es un fenómeno o hecho social, pues es la sociedad la que «hace» el color fundamentalmente para codificar, reitero. Y colores son también fenómenos individuales, que nos emocionan, atrapan, evocan, y hacen recordar como los perfumes, llevándonos a otros tiempos, que también fueron nuestros. Color que es, pues, «materia, luz y sensación».

Pastoureau, en enero de 2017, tuvo una memorable intervención en la televisión francesa, en la que explicó los códigos y los colores litúrgicos del catolicismo y de los diferentes porqués. No es casual que un especialista en colores, como tantos pintores, haya tenido una infancia muy próxima al mundo del arte y de los artistas, jugando, siendo niño, en los mismos talleres en los que los artistas hacían sus artefactos o pintaban con colores. Color y arte, en particular, en la pintura, siendo el color un requisito para que el arte pictórico surja, en compañía natural de otros, acaso la luz y acaso el dibujo en lo figurativo; en lo abstracto, por la abstracción del color, éste, único, puede bastar. 

Es normal que los grandes pintores hayan sido también grandes escritores o tratadistas de los colores. Ejemplos hay muchos, destacando el caso del pintor Wassily Kandinsky, el cual en De lo espiritual en el arte, y en la pintura en particular (1910), escrito en alemán, se preguntó sobre cuáles serían los poderes de los colores, cómo actuarán sobre nuestra conciencia. Y relacionó, incluso, las combinaciones cromáticas con los sonidos musicales (el azul con la flauta, el violonchelo, el contrabajo y el órgano; el verde con el violín), y produciendo cada color un efecto especial sobre el alma, pregonando la «cromoterapia», dentro de lo que llamó Kandinsky la «acción del color», en su capítulo V dedicado a la pintura. 

Y curioso lo del azul, su primacía de hoy en la civilización occidental, así desde finales del siglo XIX, no habiendo sido color litúrgico hasta ahora mismo, ya en el siglo XXI. Es, al parecer, el color azul el preferido de los europeos, con preferencia al resto de colores, mucho más que el verde y el rojo, tan extendidos. Antes, en la Antigüedad, el azul no fue considerado color, teniendo rango de tales únicamente el blanco, rojo y negro: los tres colores básicos de todas las sociedades antiguas. 

Por lo anterior, ni el cielo ni el mar, en la literatura clásica griega y latina, fueran azules; hoy el Mediterráneo es azul y lo azul es mediterráneo, antes jamás. «Agua purpurea y espumosas olas», «Aurora de dedos sonrosados», «Aguas del color del vino», pero nada de azul en cielos y mares de La Odisea, por ejemplo. ¡Cómo fue posible que el azul del cielo, en consecuencia, del mar, no fuese visto! Y si el capítulo 1º del libro de Pastoureau, Azul. Historia de un color, se inicia con el despertar del color azul, el capítulo 4º y último se califica a ese color ya como el favorito en los siglos XVIII a XX. Una autentica transformación. 

III.- Sobre el color rosa:   

En anterior artículo, titulado Cuestas en el Prao Picón de Oviedo, se escribió de las escaleras, que, partiendo de la Plaza San Miguel de Oviedo, suben hasta el Seminario diocesano, que recuerdan a los 135 peldaños que, en Roma, desde abajo, desde la barroca Fontana della Barcaccia, hacen llegar hasta arriba, la Iglesia de Trinitá dei Monti. Y se cuenta que desde la casina rossa en la que vivió el poeta inglés John Keats, éste veía los peldaños y la escalera. Una casina rossa, que no era rosa, sino roja, como gran parte de las casas romanas en aquel barrio, con ese rojo tan típico, que no era el rosa. 

El rosa, no rojo, color de flor, era el de la casa, en lo más alto, cerca del Seminario, del que fuere profesor de dibujo y también pintor, que fue Pérez Jiménez, llegado a Oviedo para enseñar dibujo en la Escuela de Bellas Artes. En el artículo periodístico, dedicado a recordar a José Pérez Montero, hijo, con ocasión de su fallecimiento, publicado en el diario La Nueva España, el 14 de enero de 1996, Francisco Crabiffosse Cuesta, escribe sobre esa casa: 

«Pérez Jiménez diseñó la casa familiar, una arquitectura eclécticamente moderna que combinaba elementos racionalistas e historicistas, dándole un carácter absolutamente personal.  La casa se alza sobre aquel promontorio (del Prao Picón) como un observatorio sobre la ciudad». 

Y esa casa, de sorprendente arquitectura, construida bajo ideas del dibujante-pintor, a principios del siglo XX, ahí sigue. Es mezcla de lo recto y lo redondo, de geometrías minuciosas, llena de ángulos y esquinas, de abajo a arriba hasta el jardín, con surtidor y pozo, hoy sin sauces; con   escaleras de caracol entre libros que se pisaban de literatura y arte, pareciendo, desde fuera, en noches de invierno, que por ella subían y bajaban fantasmas. Y por esas escaleras se llegaba al salón grande, el de la primera y el de la segunda planta, con vidrieras de colores que miraban al frente o calle de Santa Susana. Y en lo más alto eso tan característico que fue de antes: la punta del el pararrayos y la antena de televisión.

Y si, según Pastoureau, los seis colores básicos son el azul, el verde, el rojo, el negro, el blanco y el amarillo, el otro, el color rosa, siendo importante, fue accesorio y derivado del color de flores rosas, las rosas de los rosales y de la Rosaleda, como la del Campo de San Francisco, aquí en Oviedo. Y si la forma de la casa, inicialmente del artista Pérez Jiménez, llamó la atención a quienes la contemplaron, aventurando y conjeturando hipótesis, el color rosa de su pintura exterior, suave y tenue, femenino y apastelado, amplió las sospechas y elucubraciones. ¡Curioso eso tan inglés del arte de la arquitectura, que es para disfrute de los de afuera, no de los que viven dentro…!

En tiempos sombríos y en lugares tristes, lugares que fueron de cementerios y de propiedad de la Iglesia, caso del Prao Picón, el color rosa de la casa fue de mucho desafío, teniendo en cuenta que iba acompañado, a mayores, de azules muy intensos, que ese y no el verde era el otro color: el color azul del enrejado y las verjas. Y quienes, casi niños, con frecuencia recorrían el Prao Picón, paradisíaco lugar de jardines, quedaban, quedábamos parados, quietos, asombrados ante lo que veíamos, la casa rosa, sintiendo muy en lo hondo los efectos de ese color. 

Y el color rosado de la casa de Pérez Jiménez fue todo un hito en la ciudad de Oviedo, como también lo fue su arquitectura. El futuro, acaso ya el presente, darán reconocimientos de arte a Pérez Jiménez, y afearán el comportamiento de tantos que en Oviedo menospreciaron su obra, menospreciando incluso a sus descendientes, a ella y a él, hijos, consiguiendo que se alejara de Oviedo una rica herencia, fallecidos ya los dos sin descendencia. Y otra vez se produce ese extraño fenómeno tan asturiano de desprecio al arte, dígase lo que se diga y escríbase lo que se escriba. Lo de Pérez Jiménez y lo de los Pérez Montero, Pepe y Mari, pudo ser de Asturias, y ya no lo es ni lo será.  

Y el color azul es muy ovetense, y empleándose mucho el azulete, una especie de bolas que, por ser de azul muy intenso, todo lo blanqueaban como sotana papal, especialmente las sábanas. Y azul es la camiseta del principal equipo de futbol, y así también, azul, se llamó a la División que marchó a Rusia contra los soviéticos. Parece que es el azul un color de derechas, frente al rojo que es el color gijonés, palabra colorada que diciendo simplemente lo del «rojerío», ya basta. 

IV.- Sobre el color rojo (en la Jura o promesa ante la bandera):

El último sábado 18 de mayo se celebró en Gijón la llamada Jura de Bandera de personal civil. A la explanada de El Náutico, desde El Ferrol, llegó un alto mando de la Armada, vestido de azul obscuro, con fajas y banderines de colores, moviéndose la llamada «fuerza», con banda de música incluida, en torno a él, que ostentaba condecoraciones, muchísimas. A esa exhibición de premios y recompensas, sin duda por la mucha valentía del personaje, el pintor del Modernismo, Santiago Rusiñol, llamaría «el escaparate». 

Junto al de la Armada, a su derecha, estaba la señora alcaldesa de la Villa. Y en ella estuvo la noticia, pues dejó los negros, los grises, marrones y beis, y a todos sorprendió vestida con abrigo rojo, unas veces suelto y otras abotonado, cubriendo un ligero vestido de estampas de flores, más largo que el abrigo.

Se juzgó que lo rojo del abrigo fue adecuado, no sólo por lo del rojerío, tan gijonés, sino por ser el color rojo el del amor, de la pasión y de todo lo excitante; también el color de la guerra, del fuego y de la sangre. Todo muy en orden. Fue acertado escoger el color rojo ante un compromiso ciudadano tan solemne con la defensa de España, como el allí proclamado, delante de las banderas de la Patria España, entre discursos de militares que cantaron a la Villa marinera, recordaron inevitablemente a Jovellanos, y todo con músicas que sonaron como pasodobles de la España cañí. 

Numerosos, gijoneses y gijonesas, entre ellos la alcaldesa y un «puñado» de concejales, unos espigados y otros encogidos, unos gordos y otros flacos, prestaron juramento o alardearon promesas de defensa patriótica, llamados todos, por eso mismo «los jurandos», sin distinguir. 

Y el color rojo fue y es el de los «vivas», que hubo muchos: a España y al Rey, también a Asturias y en último lugar a Gijón. Y todo muy marcial y tiesos como es debido, con giros y vueltas, a excepción de los andares de algunos «jurandos», pues también para eso hay que tener tipo.