Permítanme que comience con un desahogo personal lo que quiere ser el recuerdo emocionado de un amigo al que jamás olvidaré. Permítanme que le robe a Miguel Hernández, poeta de la tierra polvorienta, las palabras y diga, con él, que hoy, en Galicia, su tierra y la mía, se me ha muerto como del rayo Santiago Rey, con quien tanto quería. Ha sido un cuarto de siglo de limpia y profunda hermandad, de afectos y afanes compartidos, de grandes alegrías y también serias zozobras, de vivir intenso apurado sin desmayo. Debo a Santiago Rey —querido amigo— algunos de los mejores momentos de mi vida. Y le debo, también, una confianza sin límites que nunca podré, ni siquiera de lejos, compensar.
El gran hombre que nos ha dejado ha sido durante medio siglo largo un gallego y un español indispensable. Santiago Rey, que siempre supo rodearse de magníficos equipos, comenzó una larguísima carrera periodística cuando era apenas un chaval, y allí, al olor del papel y de la tinta de las rotativas del periódico que su abuelo había fundado —como a Santiago le gustaba recordar—, se formó como profesional, al mismo tiempo que emprendía la tarea de convertir un diario local no solo en el más leído de Galicia, a gran distancia de todos los demás, sino, también, en el tercer periódico en audiencia en el conjunto del país. Es esa una hazaña que solo puede explicarse desde el trabajo constante de quien no tenía otra ambición, ni otro objetivo, que liderar, a partir del servicio a sus lectores, un gran medio informativo.
Pero, del mismo modo que la brillante trayectoria de Santiago Rey ha marcado el desarrollo de un proyecto periodístico sin precedentes, tal proyecto ha sido decisivo en la reciente historia regional y nacional. Sin Santiago Rey no puede entenderse La Voz de Galicia y sin su Voz es inexplicable el trazado y la construcción de la mejor Galicia y la mejor España de las que nunca hemos disfrutado.
Desde el momento mismo en que comenzó a bosquejarse lo que luego acabaría por ser la Transición, y siguiendo el ideario del fundador de La Voz, que su nieto modernizó para colocarlo acorde con el avance de los tiempos, este diario apostó con claridad por la concordia entre los españoles, por el pluralismo y por la democracia, bases esenciales sobre la que se levantó el gran edificio constitucional. Como lo hizo también en favor de una autonomía que, al servicio de los intereses de Galicia, fuera coherente y respetuosa con la unidad nacional y la solidaridad de sus territorios.
Los cientos de miles de páginas impresas en las sucesivas rotativas de La Voz son testigos incontestables de esa apuesta, que Santiago Rey encabezó durante más de sesenta años sin otro pensamiento ni otros intereses que los de Galicia y los de España. Es muy difícil, sino imposible, encontrar una trayectoria ni siquiera comparable.
Santiago Rey hubiera querido —no tengo duda alguna— que en un momento como este se recordase el fantástico trabajo y lealtad de toda la gran familia de La Voz. Yo lo hago por él, con toda mi admiración y todo mi cariño. Y acabo, como comencé, con palabras que robo a la elegía más emocionante de las letras españolas: descansa en paz, Santiago, compañero del alma, compañero.