Los periódicos han sido una de las más importantes creaciones de la historia de la humanidad. La idea, como la de la rueda o el arado, nos parece hoy de una sencillez apabullante, pero, al igual que todas las cosas buenas que nos han ido permitiendo avanzarle camino a la barbarie, fue la consecuencia de un saber acumulado a lo largo de los siglos. Aunque habían nacido antes, en gran medida gracias a otro invento prodigioso (la imprenta de tipos móviles de Gutenberg), los periódicos encontraron su gran refugio bajo las alas del Estado liberal, que marcó el inicio de la edad contemporánea.
Fue, en efecto, el nacimiento del liberalismo y sus valores (constitucionalismo, libertad, pluralismo, separación de poderes y, en la cúspide, derechos, empezando por el que todos tenemos a la felicidad) el que dio un fuerte impulso a esas hojas de papel en las que se publicaban las noticias, pasadas, durante decenios, por el filtro ideológico de sus respectivos editores. Los periódicos destinados a informar con objetividad llegaron luego. El español Eco del Comercio, que se editó en defensa de las ideas liberales avanzadas en los años treinta y cuarenta del siglo XIX, o los tres en los que los padres fundadores de los Estados Unidos (Hamilton, Madison y Jay) defendieron, en 1787 y 1788, la obra constituyente norteamericana (The Independent Journal, The New York Packet y The Daily Advertiser) son ejemplos sobresalientes de la contribución de la prensa al avance de la modernidad.
Porque ha sido la prensa —más tarde ayudada por la radio y, después, por la televisión— uno de los pilares esenciales sobre los que se levantaron las naciones y con ellas los Estados constitucionales, que unificando y vertebrando los sentimientos colectivos contribuyeron de forma decisiva a la construcción de ese núcleo de acuerdos que hoy llamamos patria. Hay españoles, franceses e italianos no solo gracias a los periódicos, pero también gracias a ellos.
Y del mismo modo gracias a ellos —igualmente no solo, pero también— existen pueblos. Es decir, ciudadanos que se sienten formando parte de una comunidad más allá de la individualidad irrepetible que a todos nos define. Contra lo que algunos piensan, a mi juicio equivocándose, lo que nos convierte en pueblo, o mejor en pueblos, es lo que nos iguala —comenzado por la igualdad ante la ley— y no lo que nos diferencia. De hecho, a medida que nos hemos ido fundiendo en grandes pueblos —el europeo o, incluso el occidental, común en sus valores— hemos mejorado sin duda de forma individual y colectiva.
Este periódico, que anteayer perdió a su timonel, ha sido esencial desde finales del siglo XIX, en Galicia y en España, en la defensa de esos valores que nos han elevado sobre aquella lucha de todos contra todos de la que, en 1651, hablaba Thomas Hobbes en Leviatán. Será imposible ocupar el inmenso espacio que Santiago Rey deja vacío, pero una tripulación fantástica (toda La Voz de Galicia) hará lo posible y lo imposible para estar a la altura de quien la ha guiado durante más de medio siglo.