Si uno escribe «derecho al café» en Google —o en cualquier otro buscador— comprobará cómo los despistados algoritmos de la red lo conducen a la pausa para el descanso regulada en el Estatuto de los Trabajadores. ¡No se enteran!
Buscando desde España, el «derecho al café» es el que creen tener los nacionalistas vascos y catalanes a que sus pueblos respectivos sean tratados —en tanto no llega la anhelada independencia— de un modo diferente, es decir, privilegiado, en relación con lo que, por serlo, merecen los restantes españoles. Una curiosa creencia que se sostiene en el convencimiento de que ser vasco o catalán confiere una distinción («premio u honor con el que se distingue a alguien») a la que no deberían aspirar los moros y cristianos que pueblan las áridas tierras castellanas del resto del Estado. Porque, para el independentismo vasco (ya saben: el pueblo más antiguo de la tierra) y catalán (que lucha desde hace tres centurias por la libertad contra el Borbón) lo que, según uno y otro, no es distinto, es inferior.
Eso explica que desde el momento en que, con la Transición, comenzó en España la construcción del Estado de las autonomías, los nacionalistas vascos y catalanes enunciaran uno de los principios guía de la que iba a ser su conducta posterior: el rechazo frontal de lo que los propios nacionalistas denominaron, con abierto desprecio, «el café para todos». Sí, sí: al igual que en los casinos del siglo XIX (nacionalismo e igualdad son antitéticos), los nacionalistas vascos y catalanes (con el apoyo incomprensible del incipiente nacionalismo gallego) miraban a los españoles (ellos proclamaban no serlo, ¡por supuesto) como los señoritos decimonónicos a los camareros y sirvientes. Para unos el café y para otros el paño y la bandeja. Pues otro tanto con la autonomía: ¿qué derecho tenían gallegos, asturianos o extremeños al café? ¿Qué se creían?
Ahora vuelven los mismos con lo mismo. El separatismo catalán no solo exige un concierto que ponga fin a la solidaridad con quienes no se la merecen (¡que trabajen!), sino también que a nadie le vaya a ocurrírsele conceder algo ni de lejos parecido a otros territorios: Madrid: voilà l'ennemi.
Y en eso andamos: en la batalla política más importante que ha tenido lugar en España desde la aprobación de la Constitución. De un lado, los separatistas vascos y catalanes, a los que se ha unido un presunto progresismo que está en contra de ¡la solidaridad fiscal! entre los que tienen más y tienen menos: prueba definitiva de la deriva reaccionaria de la izquierda sobre la que ha escrito un libro definitivo mi amigo Félix Ovejero. Del otro, quienes defendemos un país de ciudadanos libres e iguales, al margen de su lugar de nacimiento y residencia: los españoles que somos calificados como la fachosfera por los que, sin avergonzarse, han cruzado la frontera para situarse al lado de los que llevan decenios defendiendo una desigualdad —nadie debería mentirse, ni engañarnos— que solo se verá satisfecha con la ruptura del país que entre todos hemos construido.
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