Contra lo que se está diciendo, el nombramiento de un conservador como Michel Barnier como primer ministro de Francia está lejos de ser una sorpresa. De hecho, era lo esperable desde que se abrieron las urnas el 7 de julio. Entonces, el resultado se leyó apresuradamente como una victoria de la izquierda del Nuevo Frente Popular, la coalición (no el partido) que obtuvo el mayor número de escaños. Pero en un sistema parlamentario lo que importa son las mayorías que se puedan formar y el NFP solo habría podido forjar una pactando con el centro y la derecha moderada. A esto se negó de principio a fin, con un maximalismo suicida que la llevó a proponer candidatos de su ala más radical y a exigir que se cumpliese su programa íntegro. Se lo pusieron muy fácil a Macron, que no quería «cohabitar» con el NFP. De modo que el presidente francés ha aprovechado las Olimpiadas y agosto para dejar que la izquierda se quede sin fuelle, enredada hasta el final en querellas internas, y ahora designar a Barnier, ubicado en el espectro político de tal manera que puede recibir el apoyo del centro macronista y la derecha moderada, sin provocar (de momento) la hostilidad de la extrema derecha.
Macron se equivocó al convocar las elecciones, pero probablemente no se equivoca en la manera de resolverlas. Barnier no es un político brillante, pero sí un buen negociador (fue el encargado de llevar a término la tortura burocrática del brexit). Ha sido comisario europeo, por lo que tiene buena imagen en Bruselas, algo fundamental para una Francia con graves problemas de deuda pública. A causa de su edad (73 años) la prensa francesa le llama ya «el Biden francés», y, en efecto, parece ofrecer lo mismo que el norteamericano: el mal menor y la experiencia. Pero también puede acabar siendo el «Draghi francés»: un primer ministro de perfil bajo a cargo de un gobierno técnico hasta que sea posible celebrar elecciones en un año. Que lo consiga dependerá sobre todo de si es capaz de mantener unida su mayoría parlamentaria, más fracturada y atravesada de rencillas personales (todavía) que la de la izquierda.
Esa cohesión interna de la mayoría gubernamental es más importante que la idea, tan repetida en las últimas horas, de que Barnier «ha quedado en manos de la extrema derecha». Esto es tan cierto como que está en manos de la izquierda, puesto que solo si se pusiesen las dos de acuerdo podrían hacer caer al primer ministro. De momento, es poco probable, porque sus estrategias difieren.
La izquierda, frustrada porque ya se veía en el poder, va a agitar las calles desde hoy mismo. Le Pen, con los ojos puestos en las presidenciales, pretende blanquearse con una imagen más institucional. La gran prueba para Barnier será la Ley de Jubilación, que une a izquierda y extrema derecha en su rechazo y que Macron quiere convertir en su legado. Lo más probable es que Barnier ofrezca reformarla. Es ahí donde se verá si sus dotes de negociador pueden hacer milagros.
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