En guerra contra la inmigración

OPINIÓN

Varias decenas de inmigrantes hacen cola en el interior centro de acogida de Las Raíces, en La Laguna (Tenerife), donde han sido alojados buena parte de las personas que han llegado en los últimos días en cayuco a El Hierro y Tenerife
Varias decenas de inmigrantes hacen cola en el interior centro de acogida de Las Raíces, en La Laguna (Tenerife), donde han sido alojados buena parte de las personas que han llegado en los últimos días en cayuco a El Hierro y Tenerife Alberto Valdés | EFE

01 oct 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

La derecha nacional-populista rampante en el continente europeo ya nos ha convencido de que la inmigración es la principal fuente de todos nuestros problemas y ha convertido el cierre de fronteras para las personas en el objetivo principal de su acción política. Claro que dicho cierre no sólo afecta a las personas procedentes de terceros países, sino también a los propios ciudadanos europeos, pues las suspensiones del Convenio de Schengen (actualmente, ocho Estados las tienen en vigor) van camino de convertirse en norma. Sucede ante nuestros ojos, sin que cause escándalo y sin que nadie se pregunte cuánto tiempo falta para condenar definitivamente al fracaso a la experiencia más exitosa de integración comunitaria y de libertad de movimientos (que es verdadera libertad, para trabajar, emprender, estudiar, viajar y conocer). Arrastrados por una corriente que los gobernantes impulsan o que no saben contener ni se atreven a contrarrestar, estamos lanzados a una competición en la regresión nacionalista, a la que no escapa nadie. Tampoco el Gobierno de coalición alemán, que ha decidido reestablecer controles fronterizos asumiendo la agenda de Alternativa por Alemania, en lugar de combatirla, estrategia perdedora por definición. Lo que ha costado edificar durante décadas de construcción europea, se puede destruir con rapidez porque la ansiedad identitaria y securitaria no va a desaparecer y el apetito por la destrucción de las libertades no está saciado. La carrera ya no es por avanzar en una Europa unida que supere las cicatrices de un pasado de convulsiones y división, sino por su progresivo desmontaje y disolución, nos lleve ese oscuro camino a dónde nos lleve.

Hemos interiorizado la falacia del fortalecimiento de las fronteras como sinónimo de protección. Empobrecernos prescindiendo del flujo migratorio, convertirnos en una Europa envejecida sin dinamismo demográfico, sin la mano de obra que necesitamos en múltiples sectores donde escasea, sin el emprendimiento social y económico asociado al proyecto migratorio individual, es dañarnos a nosotros mismos. El ejemplo de Japón, que optó históricamente por políticas fuertemente restrictivas de la migración y cuya condición insular le ha permitido un control severo (que sólo ahora empiezan a cuestionarse), es revelador, con el estancamiento económico perenne y una pérdida de peso regional. Construir muros y vallas más altos, articular perímetros defensivos navales, o permitir el uso de la fuerza frente a la inmigración irregular, que es en lo que estamos, no nos convierte necesariamente en más fuertes pero sí nos degrada y nos deshumaniza. Si la política defendida por el nacional-populismo alcanzase sus objetivos (y va camino de ello, con sus éxitos electorales y la exportación de su ideario a otras opciones), además de consagrar un régimen de servidumbre para los extranjeros que se atrevan a permanecer, nos dejaría exangües y condenados a la decadencia económica y el aislamiento.

Teniendo ya a mano la consecución del objetivo de restricción intensa de la inmigración (pues han generado el acuerdo suficiente para ello) el siguiente punto en la lista de prioridades pasa a ser la llamada «reemigración». La posibilidad de expulsiones colectivas, denegación de renovaciones y revocaciones de autorizaciones de residencia (e incluso de estatus de protección internacional otorgados) está abiertamente enunciado en la plataforma política de las fuerzas que avanzan en parlamentos, encuestas y expectativas. La persecución masiva y la condena a la clandestinidad total, restringiendo el acceso a atención sanitaria y educación, o permitiendo el acceso policial a los registros estadísticos de los servicios públicos, es parte de la estrategia de defensa frente a un nuevo enemigo que es el inmigrante. Porque de eso se habla cuando se trata de «reemigración»: detenciones y deportaciones masivas en un contexto de privación de derechos.

A su vez, han conseguido articular una retórica de los pactos migratorios nociva y tramposa. Cuando se invocan en el escenario político de los países europeos, se plantean para cercenar cualquier discurso que cuestione la deriva involucionista y represiva, o que ponga el énfasis en la integración y en los derechos humanos. El resultado es que se ha legitimado, hasta convertirlo en pensamiento dominante, la criminalización del movimiento de las personas y la estigmatización social del migrante, condenado a conseguir, en el mejor de los casos, cierta condescendencia, y en el peor, a ser culpado de todo. En el plano internacional los pactos migratorios que se proponen no son por lo común con los países de origen para favorecer una emigración que sea una posibilidad real, viable y ordenada. Se formulan esos pactos con los países de tránsito para externalizar el encarcelamiento de migrantes (Dinamarca lo ha hecho con Kósovo), o el internamiento de solicitantes de asilo (Italia lo planifica así con Albania) o para fortalecer regímenes autoritarios sin escrúpulos (Marruecos, Túnez, Libia o Turquía) a los que confiamos una labor de control férreo sin importar el destino de las personas ni los medios que se emplean. Tampoco valoramos el perjuicio que nos infligimos otorgando el papel de guardianes a quienes instrumentalizan el control de flujos migratorios en nuestra contra cuando lo consideran oportuno para otros fines, que incluyen, y aquí sí está en juego la soberanía, el cuestionamiento de la integridad territorial (Marruecos sobre aguas territoriales canarias, Ceuta, Melilla y otros enclaves; o Turquía sobre islas griegas del Egeo o sosteniendo la división traumática de Chipre, por ejemplo).

En la guerra contra la inmigración en la que nos están metiendo (otra más, abstracta, difusa, permanente y en la que todo vale) la víctima no es sólo la población extranjera, sino la prosperidad, la convivencia y los propios valores democráticos. Para sostener y escalar en esta espiral en la que estamos metidos, se precisan gobernantes autoritarios y decididos a volver a las supuestas esencias nacionales, que no teman esconder su xenofobia, que hagan germinar la desconfianza hacia el diferente o hacia quien cuestione su política excluyente, que alienten la espesa islamofobia en la que ya chapoteamos (de la misma infame naturaleza y extensión que el antisemitismo de principios de siglo XX), que dispongan procedimientos sin garantías para deshacernos de lo que nos molesta y que lo hagan sin miramientos ni controles. Darles carta blanca y mirar para otro lado (o jalearles, pensando que nos defienden), es el papel que tenemos reservado. La disposición moral, política y electoral para esta etapa es propicia, si no nos sentimos interpelados para frenarla.