El pasado julio, tras la segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas, escribía: «Las elecciones europeas, como ya señalé, dieron un respiro a la Unión, las británicas una alegría a socialdemócratas y progresistas y las francesas un alivio a los demócratas, pero la extrema derecha sigue ahí y los cordones sanitarios son un emplasto, cataplasmas que tapan la herida y alivian el dolor, pero no curan». Un año después, se confirma la escasa efectividad del aislamiento político de la extrema derecha.
Las elecciones alemanas de febrero convirtieron a Alternativa por Alemania (AfD) en el segundo partido del país, con el 20% de los votos y 152 diputados. De nuevo, democristianos y socialdemócratas han formado una «gran coalición» para dejar fuera del gobierno a los extremistas. Ya no es tan grande como lo fue en el pasado, 328 escaños de 630, y despierta poco entusiasmo, especialmente entre el SPD, lo demostró la primera votación para elegir a Friedrich Merz como canciller.
Es esencial que en una democracia se presenten alternativas ante los electores y que los gobiernos tengan una oposición que no solo los controle desde el parlamento, la prensa o la calle, sino que se perciba como una opción que puede sustituir al ejecutivo si fracasa o pierde popularidad. Una coalición entre los principales partidos de derecha y de izquierda deja la oposición en manos de la fuerza antidemocrática que se pretende relegar, su protagonismo político crece inevitablemente. Por otra parte, ese gobierno, obligado a desarrollar una gestión aceptable para las partes que lo integran, dejará siempre descontentos entre sus votantes, ya sea porque consideren que hace cosas por las que nunca hubieran votado o porque se olvida de otras que en la campaña electoral les habían parecido fundamentales.
Alemania tenía desde 2021 una coalición distinta, la llamada «semáforo», entre socialdemócratas, liberales y verdes, pero en la que el Partido Liberal defendía una política económica cercana a los planteamientos de los conservadores. Está claro que la gestión no satisfizo a los votantes del SPD, duramente castigado en febrero, pero tampoco a los de los liberales, el partido quedó fuera del parlamento, aunque pudieron sufrir cierto castigo añadido por haber provocado la ruptura de la coalición, ni a los de los verdes, a pesar de que fueran los que menos votos perdieron. El estancamiento económico de Alemania agravó las diferencias entre los socios de gobierno y el descontento de la gente, pero el agua y el aceite siempre combinaron mal.
El problema de los partidos democráticos alemanes es cómo evitar la entrada de AfD en el gobierno, o que pueda controlarlo desde fuera. Algo parecido sucedió el año pasado en Portugal. La derecha moderada de Alianza Democrática obtuvo dos escaños más que el Partido Socialista, pero el conjunto de partidos de derecha hubiese tenido mayoría absoluta de haberse coaligado con el extremista Chega. El líder de AD, Luis Montenegro, prefirió evitar ese pacto, que también disgustaba al presidente de la república, Marcelo Rebelo de Sousa, y contó con el compromiso del PS de que no rechazaría a su gobierno en el parlamento, en noviembre logró aprobar los presupuestos gracias a la abstención de los socialistas. La vía portuguesa es menos conflictiva que la gran coalición para los militantes y simpatizantes de los partidos, pero también limita el papel de la oposición y no garantiza la estabilidad, vuelve a haber elecciones un año después. Las encuestas anuncian que no cambiará mucho la composición de la Asamblea de la República. A efectos de la salud democrática, lo más importante son los votos y diputados que obtendrá Chega el 18 de mayo. Las encuestas que indican que los jóvenes varones menores de 24 años se inclinan mayoritariamente por la ultraderecha xenófoba son alarmantes, aunque lo compensa que las mujeres de la misma edad estén firmes en el voto progresista.
Los sistemas electorales proporcionales facilitan parlamentos más acordes con la pluralidad de los votantes, pero favorecen a la extrema derecha. No solo porque le permiten obtener más diputados que en los mayoritarios y debilitan el voto útil hacia la derecha moderada, sino porque crean una situación endiablada, en la que la derecha tradicional, si no logra la siempre difícil mayoría absoluta, se ve obligada a pactar con los extremistas o a depender de la voluntad de la izquierda, incluso con el riesgo de perder el gobierno a pesar de tener mayoría relativa. En Alemania, la corriente más conservadora de CDU/CSU defiende llegar a acuerdos con AfD para poder desarrollar un programa auténticamente de derechas, veremos lo que sucede en Portugal si Chega repite resultado, aunque Montenegro sigue afirmando que no pactará con ellos.
El cordón sanitario es mucho más fácil de establecer en un país como Francia, con un sistema mayoritario a doble vuelta. Que los partidos democráticos llamen a votar en la segunda vuelta al candidato demócrata mejor situado es mucho más aceptable para el electorado que un pacto de gobierno entre izquierda y derecha, solo se trata de conseguir con el voto que no resulte vencedor en un distrito un extremista xenófobo y racista, o puramente fascista, aunque eso exija votar a alguien a quien no se apoyaría en condiciones normales. Incluso el sistema mayoritario con distritos uninominales a una sola vuelta, como es el caso británico, ayuda a mantener débil a la extrema derecha, aunque también lo hace con los liberal-demócratas, los verdes y otras fuerzas democráticas. El reciente éxito de Nigel Farage en unas elecciones parciales es poco significativo, aunque sea desagradable. Votó una zona muy limitada de Inglaterra, el porcentaje de votantes fue bajísimo y los electores eran conscientes de que no se jugaba nada transcendental. Lo peor es que los laboristas hayan asumido que la demagogia antiinmigración es la mejor medicina para frenar a los ultras.
Los cordones sanitarios no solo son difíciles de plasmar y pueden tener el efecto indeseado de fortalecer a los extremistas que pasan a encarnar la oposición, no resuelven el problema, como mucho, lo aplazan. En Alemania se ha buscado otra alternativa que también es peligrosa: prohibir el partido supremacista y filonazi AfD. Uno de los grandes pensadores liberales del siglo pasado, Karl Popper, sostenía en «La sociedad abierta y sus enemigos» que «la plena protección de las minorías (algo que considera esencial en una democracia) no debe extenderse a aquellos que violan la ley y, especialmente, a aquellos que incitan a otros a derribar violentamente el régimen democrático» y añadía: «Debemos exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos». Popper era austriaco y había tenido que exiliarse tras el ascenso del nazismo, conocía bien lo que había sucedido en la república de Weimar y en Austria.
La ilegalización de los partidos de extrema derecha es una opción tentadora, pero también arriesgada. Si continúa la insatisfacción del sector de la población que los apoya, resurgirán con otros nombres o pasarán a la clandestinidad, con el peligro de que incrementen su actuación violenta. Por otra parte, debería estar muy medida y sólidamente argumentada. En nuestro país abundan los sedicentes constitucionalistas que quieren prohibir a cualquier partido, por demócrata que sea, que desee modificar la Constitución, salvo al suyo, en el caso de los de Vox, que tampoco está muy satisfecho con ella. El único argumento posible para la ilegalización sería que quisiera cambiar el sistema político por métodos violentos, antidemocráticos.
En cuanto a las ideas, resulta difícil aceptar que desde la legalidad se incite a la intolerancia, a la persecución o la discriminación por motivos raciales, religiosos, de orientación sexual o de género, también que se defienda impunemente la tiranía. El problema es que los partidos de ultraderecha suelen edulcorar sus mensajes, salvo grupúsculos muy minoritarios, y condenar legalmente por un juicio de intenciones es muy peligroso. Los gobiernos cambian, las leyes se interpretan y la que hoy sirva para reprimir el fascismo puede ser utilizada en el futuro para perseguir a quienes deberían tener derecho a expresar libremente sus opiniones.
En España, el PP siguió una vía diferente a las de Alemania o Portugal, se arrojó en brazos de la extrema derecha tras las elecciones municipales y regionales de mayo de 2023, lo que, sin duda, favoreció que no alcanzase una mayoría suficiente para gobernar en las generales celebradas en julio. Era algo que ya había hecho en Castilla y León, pero que hace dos años dejó de tener carácter excepcional. El enconado enfrentamiento entre el PP y el PSOE no permite que se vislumbre la posibilidad de grandes coaliciones, tampoco de apoyos externos al partido más votado.
La posterior decisión de Vox de salir de los gobiernos autonómicos tampoco fue aprovechada por el PP, que ni rompió con los neofranquistas en muchos ayuntamientos en los que podía hacerlo ni dejó de buscar el pacto con ellos en las autonomías, incluso a costa de contradecirse y derogar leyes que había aprobado o promovido anteriormente o de sumarse a la retórica xenófoba. La corriente más reaccionaria del PP busca la fusión con Vox o la absorción tras convencer a los votantes ultras de que no hay diferencia entre ambos partidos, lo que solo ha servido para radicalizar aún más a los de Abascal. Los más moderados se mueven entre contradicciones y ambigüedades, salvo presidentes de comunidades autónomas como Juan Manuel Moreno o Gonzalo Capellán, que cuentan con mayorías absolutas, aunque el segundo ya había anunciado antes de las elecciones que no gobernaría con la extrema derecha. En Galicia, Rueda no necesita ni hablar de Vox. No parece que las cesiones continuas y las caricias ideológicas sean la mejor forma de frenar a la ultraderecha. A ver si el PP aprovecha el anunciado congreso para definir de una vez su posición ideológica.
No hay estrategia buena para contener a la extrema derecha. La verdadera solución está en derrotarla, en una recuperación de los partidos democráticos, que tampoco parece sencilla, dado su general desprestigio. Trump ha ayudado a frenar la deriva radical en Canadá y Australia, pero en ellos lo que fracasó fue la orientación trumpista de dos partidos conservadores tradicionales. Cada país es diferente, pero solo se puede vencer a la nueva extrema derecha convenciendo a los electores de que sus propuestas son fuegos de artificio y dando la batalla de las ideas. No será fácil, juegan con el descontento derivado de la pérdida de poder adquisitivo causada por una inflación que afecta especialmente a los alimentos y, por tanto, a la población con menos ingresos y con la incertidumbre económica, también con el desprestigio de la política profesionalizada. Están movilizados, incluso ganan la calle. Haría falta un radical cambio en las formas de hacer política y un esfuerzo por llegar a la gente, todavía estamos a tiempo.
Comentarios