Pepe vive, la lucha sigue

Estefanía Torres EURODIPUTADA EN LA VIII LEGISLATURA

OPINIÓN

El expresidente de Uruguay, José Mujica.
El expresidente de Uruguay, José Mujica. Sofia Torres | EFE

15 may 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

La muerte de Pepe Mujica, aunque nos entristeció profundamente, era esperada. Desde hacía mucho tiempo el cáncer lo estaba consumiendo por dentro. Agotando la energía de un hombre que amaba la vida por encima de cualquier cosa. Y con «cosa» me refiero, sí, a todo lo material de este mundo. El propio Pepe pidió el «descanso del guerrero» cuando anunció que entraba en una fase terminal de su vida. Lo pidió para poder pasar su último tiempo en el regazo de su eterna compañera, Lucía Topolansky, y en la paz de su casa. Una casa humilde, pero digna. Una casa que le dio cobijo y constituyó su cable a tierra. Porque Pepe nunca se despegó del hogar, ni siquiera siendo Presidente de Uruguay y alcanzando cuotas de poder que la gente como él no suele alcanzar en siglos.

Hoy se ha ido. Y medio mundo le llora. Incluso quienes no habrían tenido ni la milésima parte de su coraje para enfrentar las dificultades reconocen en Pepe un ejemplo de superación, una inspiración para la lucha. Pero Pepe Mujica renegaba de su propio legado. Él decía que la historia no existe. De hecho, maldecía profundamente el ego del ser humano por creerse más relevante de la cuenta, por abusar del término «hecho histórico» con cada acontecimiento que le toca vivir a uno. Y es que en lo que de verdad creía Pepe era en las obras que son colectivas.

Era un luchador. Y con «lucha» me refiero, sí, a alguien que utiliza las herramientas que tiene a mano para defender convicciones colectivas. Fue un luchador como guerrillero tupamaro. Dio con sus huesos en la cárcel durante largos años de oscuridad precisamente por haberse jugado la piel por defender sus verdades, que eran la libertad y la democracia frente a la dictadura. Fue un luchador como Ministro de Ganadería y lo fue como Presidente de Uruguay. Despenalizó el aborto, regularizó la marihuana a nivel estatal, aprobó el matrimonio homosexual e impulsó la reforma agraria. Dio la pelea política sin perder el norte y con todo el peso de las propias convicciones.

Así que no. Pepe Mujica no era un ser cándido, ni un inocente. Tomaba partido. Fue alguien que asumió mancharse, ponerse en peligro y arriesgarse por la justicia social. Hizo de la lucha su razón para vivir. Siguió luchando después de ser Presidente y también después de haber dejado cualquier tipo de responsabilidad política o cargo público. Porque, como él mismo decía, la lucha es permanente. No hay derrotas definitivas porque tampoco hay victorias definitivas. Los derechos se conquistan peleando y se defienden, también, peleando. Honremos la memoria de Pepe desde ahí. Con la consciencia firme de que la vida va de defender la dignidad para todas las personas del planeta. Hoy son tiempos de guerra, genocidio y deshumanización. Son tiempos en que los bárbaros tienen asumido el control planetario y la gente decente asiste estupefacta a la destrucción colectiva y a la violencia impune. Corren tiempos de odio y de miseria.

Frente a ello, como el mismo Pepe nos encargó en una de sus últimas apariciones públicas, hay que trabajar por la esperanza. Estoy segura de que con «esperanza» Pepe se refería a soñar con que es posible lograr la justicia social real y efectiva. Algo que sólo se puede alcanzar en tiempos de paz. Porque en las guerras son los ricos los que ponen las armas y son los pobres los que ponen el cuerpo. Así que trabajar por la esperanza es hoy echarlo todo en la tarea política más importante de todas: la paz.

Trabajar por la paz supone denunciar las veces que hagan falta el genocidio de Israel y el comercio de armas con este Estado criminal; defender los Derechos Humanos y garantizarlos con servicios públicos y empresas públicas en sectores estratégicos; y significa, especialmente, tomar partido contra el rearme que Europa nos quiere imponer a las clases trabajadoras. Hagamos que Pepe se sienta orgulloso de los brazos que dejó para continuar forjando la tarea colectiva: un mundo más justo, un mundo mejor. Como él nos enseñó: «lo imposible sólo cuesta un poco más y derrotados son sólo aquellos que bajan los brazos». Yo no bajaré los brazos pero confieso tener un último deseo, maestro. Descansa, no vuelvas a la vida. Sólo te pido que en tu despedida despiertes a toda la sangre que está dormida.