El gran engaño: la falacia de que con Franco se vivía mejor

José López Antuña JUSTICIA Y REALIDAD

OPINIÓN

Francisco Franco en Lugo, y al que se le retiró la Medalla de Oro y el título de Alcalde Perpetuo
Francisco Franco en Lugo, y al que se le retiró la Medalla de Oro y el título de Alcalde Perpetuo Archivo Provincial Lugo

07 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

La nostalgia por una dictadura que sembró miedo, injusticia y miseria solo puede explicarse por la ignorancia, el adoctrinamiento o el fanatismo. «La libertad no hace felices a los hombres, los hace, sencillamente, hombres». Manuel Azaña.

En tiempos de incertidumbre y polarización política, se escucha con creciente frecuencia —y no sin estupor— a jóvenes nacidos en democracia repetir con asombrosa ligereza la falacia de que «con Franco se vivía mejor». Afirmación que, cuando no responde a la ignorancia o el adoctrinamiento, hunde sus raíces en el fanatismo de quienes añoran un pasado oscuro, injusto y autoritario.

Franco fue un dictador fascista y genocida, responsable directo de una represión planificada que asesinó, encarceló y exilió a cientos de miles de españoles. No fue juzgado ni condenado por sus crímenes, pero la Historia —y la memoria de sus víctimas— lo sitúan en el mismo plano que Mussolini o Hitler, líderes a los que apoyó ideológica y logísticamente. La Guerra Civil Española no fue un conflicto entre dos bandos simétricos: fue el asalto de un sector del Ejército, dirigido por Franco, contra la legalidad republicana emanada de las urnas. El mito de que el golpe se justificó como respuesta a la revolución de 1934 carece de sustento histórico. Aquella insurrección fue sofocada por la propia República, que detuvo e imputó a los responsables sin necesidad de destruir el sistema democrático.

Durante los casi cuarenta años de franquismo, España vivió sumida en una atmósfera de miedo, represión y atraso. El nacionalcatolicismo impuso un sistema opresivo donde la Iglesia y el Estado controlaban desde los púlpitos hasta los dormitorios. No existía libertad de prensa, de reunión, de expresión, ni de ideología. La censura era omnipresente. No había derecho a huelga ni a sindicarse libremente. La justicia social fue inexistente: los trabajadores eran explotados sin derecho a negociación colectiva ni a condiciones laborales dignas. No existía normativa efectiva de prevención de riesgos laborales; los accidentes se ocultaban o asumían como «gajes del oficio».

La educación estaba reservada casi exclusivamente a las élites. Ser hijo de un jornalero o de una madre viuda sin recursos suponía quedar fuera del sistema educativo. La sanidad pública era precaria, la odontología un lujo, y la alimentación escasa y desequilibrada. El hambre, las cartillas de racionamiento y la emigración masiva a Alemania, Suiza o Argentina fueron consecuencia directa del aislamiento internacional y del modelo económico autárquico impuesto por el régimen. No por azar, los españoles eran en promedio más bajos, más débiles y más analfabetos: las estadísticas reflejaban el abandono estructural en salud, nutrición y cultura.

La represión también tuvo rostro de mujer. El franquismo institucionalizó el machismo más salvaje: la mujer era menor de edad perpetua. No podía trabajar, abrir una cuenta bancaria, ni viajar sin permiso del marido. No existía el divorcio ni el aborto legal. Las mujeres adineradas abortaban en Londres o París, mientras que las pobres eran marginadas, señaladas o directamente apedreadas, social y moralmente. La mujer era educada para servir: analfabeta, sin carné de conducir, «con la pata quebrada y en casa». Los anuncios, la televisión, la escuela y la Iglesia repetían sin cesar ese ideal femenino sumiso y abnegado.

La Ley de Vagos y Maleantes, luego transformada en la Ley de Peligrosidad Social, permitió encarcelar y perseguir a personas por su orientación sexual. Ser homosexual era considerado una enfermedad, una desviación. Las palizas, las detenciones y el internamiento en centros de «reeducación» eran moneda corriente. La violencia institucional se normalizaba en las escuelas: «la letra con sangre entra», mientras se rezaba el rosario y se cantaba el Cara al Sol. El adoctrinamiento comenzaba en la infancia y duraba toda la vida.

¿Y qué decir del «patrimonio» de la dictadura? El megalómano Valle de los Caídos, construido con trabajo esclavo de presos republicanos, o el Pazo de Meirás, expoliado a punta de decreto para uso privado del dictador. El franquismo no fue austeridad ni orden: fue corrupción institucionalizada, represión masiva y miseria planificada.

Hoy, escuchar a personas —algunas mujeres, incluso— añorar aquel régimen produce una mezcla de tristeza, sonrojo y vergüenza ajena. El desconocimiento es un terreno fértil para el revisionismo histórico, pero la verdad permanece. La España franquista no fue un paraíso perdido, sino un infierno gris donde la justicia social era una quimera, y la libertad, un delito. «Aquel que olvida su pasado está condenado a repetirlo», escribió Jorge Santayana.

Y por eso, desde el compromiso con la verdad, la justicia y la memoria, debemos desmontar esta falacia peligrosa que intenta blanquear al franquismo. No, con Franco no se vivía mejor. Se sobrevivía, se obedecía y se callaba. A veces, para siempre.

En materia de vivienda, empleo y pensiones, el franquismo tampoco resiste la comparación con la democracia. El acceso a una vivienda digna era extremadamente difícil: el parque inmobiliario era escaso, insalubre y sin planificación urbanística moderna. Miles de familias vivían en chabolas o en pisos sin agua corriente ni saneamiento. La política de vivienda social fue limitada, clientelar y muchas veces propagandística. El empleo, por su parte, estaba marcado por la precariedad y la ausencia de derechos: contratos verbales, jornadas interminables, sin protección social ni seguridad laboral. El paro estructural se escondía mediante la emigración forzosa y el subempleo. La Seguridad Social estaba en sus albores y cubría a una minoría, mientras que el sistema de pensiones era casi inexistente para la mayoría trabajadora: los pensionistas vivían en condiciones de indigencia, y la pensión media no alcanzaba ni para cubrir lo básico. Fue la democracia, con sus reformas sociales, la que instauró un sistema público y solidario de pensiones, amplió los derechos laborales y promovió el acceso universal a la vivienda digna, aunque aún perfectible. Afirmar que «con Franco se vivía mejor» es despreciar estas conquistas y desconocer la dura realidad de aquellos años de oscuridad y sufrimiento.