Mal van las cosas cuando la política se convierte en un espectáculo de circo

OPINIÓN

Feijoo, Ayuso, Almeida y otros dirigentes del PP en el acto celebrado este domingo en Madrid.
Feijoo, Ayuso, Almeida y otros dirigentes del PP en el acto celebrado este domingo en Madrid. Juan Carlos Hidalgo | EFE

11 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

En democracias y en dictaduras, la política siempre ha tenido algo de espectáculo, es imprescindible para atraer a las masas. Sucedía en la antigüedad, lo comprendieron bien los fascismos y el estalinismo, pero también las izquierdas y, en el siglo XX, las derechas, cuando les resultó imprescindible convertirse en partidos transversales, capaces de movilizar al amplio electorado creado por el sufragio universal. Sus actos podían tener un lado chusco, sobre todo entre los populistas, pero predominaba el deseo de transmitir un mensaje político y siempre quedaba a salvo la figura del líder, muchas veces endiosado, que no podía perder su aura.

Es cierto que, décadas después, cada vez que veo un documental de Hitler me viene a la cabeza Charlot, que Mussolini era un histrión, que Franco resulta ridículo, lo mismo que la parafernalia falangista, pero no lo buscaban y, sobre todo, no se percibía así entonces. Eran farsantes vestidos con uniformes de opereta, pero ocultaban sus humanas debilidades y evitaban por todos los medios que trascendiesen sus errores. Lo que sucede en la actual presidencia de Estados Unidos tiene difícil parangón hasta en las degradadas repúblicas bananeras de la Latinoamérica de la pasada centuria.

Parece imposible que, incluso en el siglo de los reality show y los influencers, Donald Trump pueda conservar algo de prestigio. Su esperpéntica ruptura con Elon Musk se suma a continuas rectificaciones y extravagancias, a la sistemática violación de las normas, la incapacidad de cumplir sus promesas en política exterior y a un palpable deterioro de la economía estadounidense. Las medidas represivas contra todo el que disiente, unidas al desprecio hacia las leyes y los tribunales, lo convierten en un auténtico peligro, no en una amenaza retórica contra la democracia. Su gestión solo puede provocar asombro y repugnancia en quien conserve un mínimo de sensatez y desconcierto entre quienes confiaron en su discurso a la vez arrabalero y mesiánico. La dignidad de la presidencia de Estados Unidos ha desaparecido, el bermejo albardán la arrastra por el fango.

En España también se ha mezclado la política con el circo y, como en Norteamérica, se ha llegado a una polarización insana, aunque no se hayan alcanzado los extremos del otro lado del Atlántico. Los dos partidos mayoritarios parecen haber desistido de atraer a votantes del rival y prefieren atrincherarse en sus posiciones. El PP teme más el posible crecimiento de Vox que la pérdida de apoyos por el centro y el PSOE, que poco puede temer a su izquierda, solo parece preocupado por evitar los desplantes de Junts, por mucho que esa desigual amistad incomode a buena parte de sus seguidores.

El PP ha sustituido la crítica política por el insulto y la hipérbole. Tendría motivos sobrados para censurar los abruptos cambios de opinión del presidente del gobierno, también para cuestionar la viabilidad de un ejecutivo que carece de mayoría en el parlamento y es incapaz de aprobar los presupuestos y para sacar partido del caso de corrupción que le afecta, pero la exageración desvirtúa su labor de oposición. Ni España es una dictadura ni la gestión del gobierno conduce a ella o supone una amenaza para la democracia a corto o a largo plazo. El PSOE no ha hecho nada en el ámbito de los nombramientos que se haya salido de las normas o sea diferente de lo que hizo el PP cuando gobernó. Hay un caso de corrupción grave que le afecta y que implica a un exministro que fue secretario de organización y muy cercano a Pedro Sánchez, pero no tiene comparación con lo sucedido bajo los gobiernos del PP en España y en varias comunidades autónomas y ayuntamientos. Su corrupción pasada no debe impedir a ese partido criticar la presente, pero si le exige cierta prudencia. Estupideces como afirmar que la actual es la mayor conocida en España o la última ocurrencia de comparar al gobierno y su partido con la mafia son disparates que pueden servir para enardecer a los hooligans más acríticos, pero desvirtúan su labor en la oposición y debilitan su imagen como alternativa de gobierno.

Como decía, solo hay un verdadero caso de corrupción que afecte al PSOE y es el que implica a los señores Ábalos, Koldo García y Aldama. Es pronto para conocer su verdadera dimensión, si toca o no al partido como organización y a más cargos individualmente, incluso al presidente del gobierno, pero la destitución inexplicada del señor Ábalos y su posterior recuperación como diputado son puntos oscuros que no han sido aclarados. Lo sucedido en torno a las grabaciones de la señora Leire Díez con empresarios imputados y un abogado llegó a momentos de espectáculo circense, pero lo más serio para el PSOE y el gobierno es que no se ha disipado la sospecha. Las explicaciones de la exmilitante socialista son inverosímiles y la respuesta del partido extraña y contradictoria.

La señora Díez no es el pequeño Nicolás y, si actuó por su cuenta, sorprende que no fuera suspendida de militancia de inmediato. Si son ciertos, los intentos de chantaje a un fiscal, parece que también odiado por la señora Cospedal, o de buscar información para desprestigiar o presionar a mandos policiales, son hechos gravísimos. Que el asunto coincida en el tiempo con el encarcelamiento de Francisco Martínez, el número dos de Jorge Fernández Díaz en el ministerio del Interior, que en él aparezca el omnipresente señor Villarejo o que el señor Aldama sea entusiasta de Núñez Feijoo, son aspectos que no exculpan al PSOE. En todo caso, que Aldama sea muy de derechas, como ya se mostró antes en algunas grabaciones, solo mueve a pensar en lo poco escrupuloso que era el señor Ábalos con la ideología de los que merecían su confianza.

Por lo demás, el presunto «enchufe» del hermano de Pedro Sánchez cuando este no era siquiera presidente del gobierno, en el caso de confirmarse, no pasaría de una corruptela, por desgracia nada inhabitual en nuestro país, que no lo implica directamente. Es feo, pero no deja de ser algo menor. La acusación contra el fiscal general del Estado no es por corrupción y parece un caso sostenido por suposiciones más que por certezas, por mucho que un magistrado con simpatías políticas bien conocidas haya decidido que debe ser juzgado. En cuanto a la difusa indagación del juez Peinado, tampoco está claro que nadie se haya beneficiado económicamente de nada ni que alguien vaya a resultar condenado por algo. Incluir estos asuntos en una ola de corrupción roza el ridículo.

Eso no quita que el gobierno esté en una situación muy débil y, como señalé anteriormente, no implica que el PP carezca de argumentos para criticarlo e incluso pedir elecciones anticipadas. Su gran problema es que ha decidido entregarse a Vox. Los pactos con la extrema derecha, que le han permitido aprobar los presupuestos de diversas autonomías, incluyen concesiones a la xenofobia contra los inmigrantes, además de sobre la memoria democrática. La presión del sector más radical del propio partido le ha llevado a combatir la posibilidad de que las lenguas cooficiales españolas sean reconocidas en la UE y el desplante de la señora Díaz Ayuso en la conferencia de los presidentes de las comunidades autónomas ha puesto la guinda. El PP necesitaría a los nacionalistas de centro o de derecha para sacar adelante una moción de censura contra el gobierno de Pedro Sánchez, pero también para formar en el futuro un gobierno sin la extrema derecha, no parece una buena estrategia cerrar esa puerta.

La pobre manifestación del pasado domingo en Madrid, que incluso entusiasmó poco a la prensa conservadora, demostró que la vía de la autoafirmación callejera y la exageración de las consignas da pocos frutos a un partido que quiere ser moderado. Más entusiasmo se respiraba en el trumpiano y circense mitin de Vistalegre, protagonizado por el vendedor de motosierras argentino, que, cómo no, mantuvo un amigable encuentro con Díaz Ayuso. Núñez Feijoo tiene dentro un caballo de Troya, con gran éxito en Madrid y apoyo en la burguesía capitalina, que tanto le debe a Franco en el origen de sus fortunas familiares, como bien puso de manifiesto hace unos días una agradecida Esperanza Aguirre.

Los mejores colaboradores de Pedro Sánchez son los señores Núñez Feijoo, con su contradictoria inseguridad, y Abascal. La alianza de PP y Vox impidió que las derechas tuviesen mayoría en las elecciones de 2023 y puede volver a hacerlo en las próximas, sean en 2027 o antes. Las encuestas de intención de voto se parecen bastante a las de entonces, con una mayor debilidad de las divididas formaciones situadas a la izquierda del PSOE, y Núñez Feijoo es más impopular que el presidente del gobierno.

Por muy crítico que sea con algunos de sus comportamientos, o con las concesiones a Junts, quien tema que los neofranquistas controlen al ejecutivo, quien rechace la xenofobia y el maltrato a los inmigrantes, quien no desee el desmantelamiento de los servicios públicos en aras de un neoliberalismo económico de amiguetes, quien tema por un retroceso en las políticas de igualdad y se incomode con los frecuentes exabruptos machistas de Vox, quien se oponga a un giro centralista y a imposiciones culturales trasnochadas, quien quiera evitar un retroceso en la legislación laboral y las políticas sociales, se aferrará a Pedro Sánchez y, como hace dos años, practicará el voto útil de izquierdas, según la provincia en que resida.

Al abandonar el centro, el PP solo puede confiar en el retroceso de Vox y en que parte del electorado de izquierdas se abstenga. Con su política actual no logrará ni lo uno ni lo otro. No puede crecer a costa de Vox sin combatirlo ideológicamente y la mejor forma de movilizar el voto de izquierda, incluso el más moderado, y de nacionalistas y regionalistas en las comunidades en que son fuertes, es presentarse como aliado de Vox.

Es cierto que un reproche parecido se le puede hacer al PSOE, que se ha desentendido de sectores de clases medias relativamente acomodadas que históricamente se sintieron atraídos por la socialdemocracia y al que las cesiones a Junts, incluso humillaciones, lo debilitan en muchas partes del país. Parece que unos y otros se sienten cómodos en una política de confrontación que ha sustituido el debate por el insulto y por el «y tu más», que se conforman con lo que tienen y confían en lograr que el desaliento de los votantes del contrario los conduzca a una abstención salvadora el día de las elecciones. Mientras, las fuerzas situadas a la izquierda del PSOE, divididas en banderías, solo miran a sus ombligos y ni siquiera se han enterado de lo que ha sucedido en Portugal.

En la democracia la abstención nunca es buena, pero lo peor sería que esta forma de hacer política tuviese resultados negativos para el propio sistema, como está sucediendo en buena parte del mundo. Hay problemas reales que inquietan a la gente, como la carestía de la vivienda, los bajos salarios y la subida de los precios de los alimentos, si se generaliza la idea de que los partidos democráticos se preocupan más de sus querellas que de resolverlos, el resultado puede ser muy peligroso. Es muy significativa la baja popularidad de todos los líderes políticos, solo se salvan algunos en sus comunidades autónomas y eso no significa que vayan a tener éxito si saltan a la arena estatal.