Estos días, leyendo el libro ¿Y los hombres qué? de la periodista británica Caitlin Moran, me he visto transportado a los años de EGB al leer los testimonios de hombres más o menos de mi edad sobre la violencia en el colegio. Uno de ellos admite que en su época acosaban a chicos con defectos físicos o que simplemente no encajaban bien con el resto, chicos tímidos, por ejemplo. Me sorprendió la frialdad con la que un hombre adulto afirma que algunos de los acosados eran realmente molestos y se sorprende de que aquel acoso al que eran sometidos no les hiciera cambiar, ser un poco menos merecedores de acoso, supongo. Esto es muy de hombres, intentar hacer encajar al diferente a base de puñetazos. Tienes que ser como la mayoría de hombres suponen que debes ser, no como eres.
Me he sentido incómodo al leerlo. Estoy bastante curtido, pero no he podido evitar que mi cabeza buceara en los recuerdos de aquellos años en los que sufrí acoso escolar con la indiferencia de todo el profesorado, el aplauso de una mayoría de compañeros de clase y la cobardía del resto. Me ha costado años llegar a esa conclusión que tan alegremente expone el entrevistado por Moran. Yo era un niño rarito, por así decir. Era un chico tímido y de hecho, soy un hombre tímido. Prefería cualquier cosa antes que jugar al fútbol, que dominaba más de la mitad del espacio disponible en los recreos y cuya dominancia era masculina en su totalidad. Leía o escribía y no era consciente de la hostilidad que despertaba aunque sí era consciente de que tenía una necesidad vital de pasar absolutamente desapercibido para no ponerme en el punto de mira, algo que no siempre conseguía porque estar en el punto de mira no dependía de mí.
Quejarme de lo que pasaba, de los insultos y el ostracismo, de los cuchicheos a mi espalda y, finalmente, de la violencia física que sufrí en varias ocasiones, me habría convertido en un chivato y en un cagón, pues no es propio de un chico ir a llorar por estar pasándolo mal. Los chicos no lloran. De alguna manera había asumido que era un cobarde y que no estaba bien señalar a quienes ejercían la opresión sobre mí. Me avergonzaba siquiera pensarlo. Una cosa que los hombres aprendemos pronto es que no se puede hablar de lo que siente uno entre hombres porque es un síntoma de debilidad. Eso te lleva a no hablarlo con nadie, así que al final te lo tienes que comer solo.
La violencia entre chicos era lo normal. No era constante, pero existía a diario una violencia soterrada que puntualmente se convertía en física y a la que no podías decir que no. Siempre había algún idiota que le buscaba las cosquillas a alguien y si ese alguien rechazaba la violencia por miedo o por lo que fuera, se exponía como un cobarde y como una presa fácil. No había forma de huir y si te tocaba en el lado de los cobardes, tu día a día en el colegio, el lugar donde deberías sentirte seguro, podía convertirse en un infierno. Uno de los episodios de violencia que protagonicé a mi pesar fue justo frente a la oficina del director del colegio. No salió nadie para apartar a los agresores a pesar del jaleo que se montó, con docenas de chicos rodeándome y gritando.
Me fui a casa con algún rasguño y con el ego dolorido. Pasé el resto del curso atemorizado y encogiéndome en mí mismo procurando no destacar en nada. Esto lo sé ahora, después de años analizando aquel asunto, pero en su momento no fui capaz de comprenderlo. Muchos hombres siguen arrastrando este engorilamiento durante toda su vida adulta. Nunca he sabido qué es ser un hombre, la verdad. Nunca he sabido qué es la masculinidad y cada vez que alguien intenta explicarlo me produce rechazo. Hoy, las redes sociales están llenas de auténticos cretinos haciendo bandera de una masculinidad tóxica y violenta, como Llados y todos esos chulos de gimnasio con piñatas imposibles, y esos cretinos atraen a chicos un poco perdidos que en realidad no quieren ser aceptados por cómo son, quieren ser como esos cretinos, quieren formar parte del club de los abusones porque lo contrario es situarse en el bando de los abusados.
Hay en todos ellos una violencia latente que por lo general solo se manifiesta mediante palabras y desprecios, hablan de qué es ser un alfa o lo que sea, intentan envolver sus mensajes para que parezcan algo nuevo, pero me temo que todo eso no es más que la puesta de largo de la vieja violencia masculina de toda la vida, aquella que convierte todo el patio del colegio en un enorme campo de fútbol, que asfixia al diferente y segrega a las mujeres, que pone las cosas en su lugar.
Incluso a un futbolista profesional como Álvaro Morata se le acosa constantemente junto a su familia y los hombres se burlan de él por haber admitido sus debilidades. Los hombres, la masculinidad, sea lo que sea eso, tenemos muchos temas pendientes, y uno de ellos es aprender a hablarnos, a escuchar y a comprender. Leo a menudo que las cosas están cambiando, pero me cuesta mucho creerlo. Leer el libro de Moran ha sido para mí bastante esclarecedor porque he visto que hombres de mi edad de otro país se comportaban exactamente igual que los del mío. Y también, claro, he visto que los hombres siguen más o menos igual, ocultando sus sentimientos y sus debilidades, sus complejos y cualquier cosa algo más profunda que un partido de fútbol. No sé si existe una solución, pero me temo que es difícil porque los hombres se niegan a hablar entre hombres. Hablar de verdad. Menos gimnasio y más hablar de verdad, por favor.
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