
La dimisión de Noelia Núñez ha destapado una cadena de engaños curriculares que desnuda la falta de rigor en los partidos y el desprecio por la ética pública.
El síntoma se repite, el sistema no reacciona
Lo ocurrido con Noelia Núñez, exportavoz del Partido Popular en la Asamblea de Madrid, no ha sido un hecho aislado ni un caso puntual. En los días posteriores a su dimisión por falsear su titulación académica, han ido apareciendo otros casos similares dentro del panorama político español. Lo que parecía una excepción se ha revelado como un patrón: el de quienes acceden a la representación institucional mintiendo sobre su formación, construyendo méritos ficticios o adornando biografías sin pudor. La «curriculitis aguda»; no es una broma: es un síntoma grave de una enfermedad más profunda que afecta a la salud democrática del país.
Una fiebre de imposturas en la clase dirigente
En apenas una semana, medios de comunicación han sacado a la luz múltiples casos de altos cargos —regionales, locales y nacionales— que habrían incurrido en manipulaciones de sus trayectorias formativas o profesionales. Desde concejales que presumían de títulos universitarios inexistentes hasta portavoces con másteres no acreditados, la sensación general es de incredulidad, pero también de cansancio. ¿Hasta qué punto se ha normalizado la mentira en el ejercicio del poder?
La política, que debería ser un espacio de ejemplaridad, se ha convertido para algunos en un territorio de simulaciones, donde lo que importa no es lo que se es, sino lo que se aparenta ser. Y lo más grave no es el engaño individual, sino la falta de controles, la permisividad de los partidos y la ausencia de responsabilidad orgánica más allá del escándalo puntual.
La transparencia, una obligación, no una estrategia de marketing
Mientras la ciudadanía se enfrenta a exigencias burocráticas extremas para optar a cualquier empleo público, los representantes políticos parecen moverse en una burbuja de impunidad. A cualquier opositor se le exige la presentación de documentos compulsados, certificados académicos, vida laboral y pruebas técnicas. ¿Por qué no se aplica el mismo rigor —o incluso mayor— a quienes aspiran a dictar leyes, gestionar presupuestos o tomar decisiones estratégicas para la sociedad?
La transparencia no puede ser una pose estética ni una estrategia de comunicación reactiva cuando estalla un escándalo. Debe ser un principio activo, permanente y verificable. Un candidato debe acreditar su currículo con documentos oficiales, de manera pública y con auditoría externa. La ciudadanía tiene derecho a saber quiénes son, qué han estudiado y qué experiencia tienen quienes aspiran a representarla. Y no solo antes de las elecciones: también durante el ejercicio del cargo.
La fábrica privada de títulos: poder, dinero y adoctrinamiento
A raíz de los últimos indicios publicados por diversos medios, empieza a emerger un fenómeno aún más preocupante: la conexión entre ciertos chiringuitos académicos de carácter privado —algunos vinculados ideológicamente a entornos partidistas concretos— y la proliferación de títulos sin sustancia, obtenidos no por mérito ni esfuerzo, sino por capacidad económica, afinidad ideológica o lealtad orgánica. Frente a este modelo elitista, opaco y clientelar, la universidad pública sigue siendo el verdadero bastión del mérito, la capacidad y la igualdad de oportunidades. Allí, a diferencia de en esas redes de «titulitis partidaria», se exige sacrificio, transparencia y evaluación objetiva, como fundamento del ascenso social real. La educación no puede convertirse en un producto de consumo o propaganda, ni mucho menos en un arma de poder sectario.
Una política más ética exige estructuras más responsables
El problema no es solo individual, sino sistémico. El artículo 6 de la Constitución señala que los partidos son instrumentos fundamentales de participación política. Pero esa función democrática se desvirtúa cuando quienes controlan internamente las listas, los nombramientos y las promociones internas priorizan la lealtad ciega sobre la competencia, la obediencia sobre el mérito, el carisma televisivo sobre la trayectoria acreditada.
Urge establecer normas legales que obliguen a los partidos a verificar oficialmente los currículos de sus candidatos y altos cargos, bajo responsabilidad jurídica. Solo así se podrá evitar que la mentira se normalice y que el ciudadano termine asumiendo con resignación lo que debería ser motivo de rechazo.
No hay democracia sana sin verdad en la base
Una sociedad democrática no se sostiene solo sobre el voto, sino sobre la confianza. Cuando se acumulan casos de falsedad, cuando se tolera el engaño como si fuera un simple error de juventud o una licencia narrativa, lo que se debilita no es solo la imagen de la clase política, sino la legitimidad misma de las instituciones.
Recuperar la ética pública no es una tarea individual, sino colectiva. Requiere reformas, voluntad política y una cultura institucional basada en la ejemplaridad. Y sí, también requiere que cada representante, cada partido, y cada institución se someta al mismo nivel de exigencia que cualquier ciudadano común. Porque la democracia no puede sobrevivir si quienes la representan mienten sin consecuencias. «No se puede construir un país limpio con políticos que comienzan mintiendo en su hoja de vida». — (cita atribuida al ex presidente uruguayo José Mujica). «Cada mentira institucional tolerada es una grieta más en el edificio de la democracia».