Nunca he tenido demasiada confianza en mí mismo ni en nada de lo que hago. Es un problema que creo tiene mala solución. Cuando iba al colegio, de crío, en un barrio marginal, algunos profesores se hartaron de decirnos que la mayoría de nosotros terminaría casi con total probabilidad poblando las cárceles de media España. No fue un solo profesor, fueron varios, y en cierto modo, muchos ya habíamos asumido que no había ninguna luz al final del túnel. Algunos de esos niños tuvimos vidas bastante complicadas, aunque todo apuntara casi desde el nacimiento a que eso sería así. No fue una cuestión genética, no es que fuéramos defectuosos.
Con los años, adquirí cierta perspectiva, pero periódicamente pienso en aquellos días en los que personas adultas decidieron transmitir un mensaje tan desolador a niños y niñas de un barrio complicado. No se pusieron ni colorados al hacerlo y de hecho recuerdo a uno especialmente porque se reía mientras lo hacía, un profesor de ciencias sociales que tenía un altísimo concepto de sí mismo. Sé que esas palabras contribuyeron de alguna manera a esa falta de confianza en mí mismo y a mantener este síndrome del impostor que me acompaña a todas partes aunque ocasionalmente me pueda deshacer de él. No puedo decir que sea culpa de mis profesores. Digamos que crecí, crecimos, en un entorno muy desfavorable en casi todos los sentidos y que actitudes como las de algunos profesores solo apuntalaron la situación creando, quizá, una profecía autocumplida para muchos. Y ciertamente, algunos compañeros de clase acabaron en la cárcel.
Me pregunto si aquellos hombres, pues fueron o son hombres, eran conscientes del impacto que aquellas palabras tan gruesas podían causar en chicos y chicas que teníamos todo en contra desde que nacimos. Rara vez les escuché palabras de aliento y jamás tuvieron ninguna intención de potenciar cualquier aspecto en el que destacara alguno de nosotros. Era como si hubieran asumido nuestra derrota por nosotros sin que nadie se lo hubiera pedido. Ninguno de ellos procedía del barrio e imagino que verse de repente metidos en un colegio de un lugar como aquel les causó cierta impresión difícil de asumir para alguien del mundo exterior.
La mayoría de ellos no había visto ni de lejos un entorno tan devastado y asolado por la reconversión industrial y la heroína. Al menos, no habían tenido que estar metidos en el centro de todo aquello jamás en su vida. Imagino que eso les llevó a tomar alguna posición y a analizar lo que ocurría. Para ellos solo éramos críos más o menos revoltosos, vagos y, de alguna manera, culpables, de los que olvidarse al finalizar el trimestre. No todos eran así, ni ellos ni nosotros, pero el ambiente nunca fue propicio para la esperanza.
Desde entonces, no he llegado muy lejos, aunque sí es cierto que he llegado más lejos de lo que jamás esperé llegar. He llegado tarde a todo, es cierto, la vida es muy difícil cuando estás con una mano atrás y otra delante. Pero no dejo de pensar en si alguno de esos profesores me ha visto alguna vez en los medios. ¿Qué pensarán? ¿Me habrán reconocido? ¿Sabrán que nunca he estado en la cárcel? La vida da muchas vueltas y uno nunca sabe cómo puede acabar, pero esta actitud de algunos profesores que periódicamente aparece en mi memoria se ha empeñado en pasar a formar parte de mi manera de pensar, aunque no probablemente como ellos habrían esperado. No sé si aquella actitud pretendía, de alguna forma incomprensible para mí, que cambiáramos y nos enfrentáramos a un destino aciago, pero sí que no solo no sirvió de nada, sino que además fue algo más dañino que innecesario. Nadie debería cerrar la puerta en las narices a las niñas y niños antes de tiempo, nadie debería decirle a un menor de edad que sabe cómo será de mayor, nadie debería cargar con un pecado original que no ha cometido.
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