Nací en 1974, por lo tanto, soy un «boomer» español. Por poco, eso sí. De un tiempo a esta parte, he visto cómo se recrudece un debate bastante manipulador sobre la opulencia de mi generación en contraste con las miserias de las que vinieron después y los medios fomentan un enfrentamiento entre generaciones que, en el fondo, no es más que un intento poco disimulado de evitar hablar de las perversiones de un sistema económico cada día más excluyente.
En esta batalla infructuosa cae todo el mundo a izquierda y derecha. En la izquierda hay gente empeñada en fomentar el enfrentamiento retratando a una generación hasta el punto de la caricatura en la que opulentos propietarios que viajan y disfrutan de pensiones de jubilación impiden que generaciones posteriores puedan vivir tan bien como ellos y se les fabrica un idílico pasado en el que vivieron sin apreturas económicas y con la economía a su favor. En la derecha, ese conflicto se utiliza para retratar un pasado también maravilloso al que deberíamos volver si realmente queremos vivir bien, uno en el que los valores conservadores eran lo que nos convertía en personas felices en un entorno en el que se podía alcanzar la plenitud sin Netflix y en el que los homosexuales eran simpáticos cuando no ejercían y se podía insultar a las mujeres transexuales y a los gitanos sin preocuparse de lo políticamente correcto. Pueden parecer posiciones distintas, pero fundamentalmente son la misma.
Ese pasado idealizado en el que ambas posiciones navegan, no es el que recuerdo. Puede que mi visión esté algo sesgada porque he tenido una vida complicada. Crecí en un barrio marginal y pasé años viviendo en la adicción, y eso truncó cualquier expectativa para el futuro y me hizo llegar tarde a todo y con frecuencia, no poder llegar. Pero lo que vi en los años ochenta a mi alrededor, no solo en mi entorno inmediato, fue miseria en el peor de los casos y pobreza en el mejor. Casi todos los adultos que conocía tenían dos trabajos. Las mujeres eran ciudadanas de tercera. En las fotos que miro de aquella época en mi barrio, todo es feo. Todo es devastación. Tengo una foto de niño en un descampado que no sé situar. Salgo con un balón de plástico en las manos y llevo pantalones de campana. Debía tener seis o siete años. Al fondo, se ven algunos edificios y cerca de mí está todo lleno de basura, charcos de aceite de coche y malas hierbas. En muchas cosas, desde entonces, se ha mejorado el entorno y la vida y en muchas otras, se han recrudecido problemas que son endémicos, como la vivienda. Sí, el problema de la vivienda no es nuevo en España, aunque sus dimensiones no dejen de crecer y ahora por comparación parezca otra cosa.
Mis sobrinos están teniendo mejores vidas de las que tuvimos mis hermanos y yo a su edad. Sé que se enfrentarán a problemas terribles con la vivienda y el cambio climático, por ejemplo, o con el auge de la ultraderecha a nivel mundial. Pero también sé que todas estas guerras intergeneracionales que generan interminables horas de debates infructuosos no son casuales y vienen importadas de Estados Unidos, donde hablar de clase social es un tabú. La desigualdad entre clases sociales es, cada vez más, me temo, el problema del que absolutamente nadie desea hablar ni por asomo. Convertir problemas sistémicos en asuntos meramente generacionales no es muy distinto de atribuir propiedades mágicas a la gente. Atacar a los trabajadores del pasado y olvidarse de los del presente es un éxito indiscutible del capitalismo porque mientras nos partimos las caras por haber nacido en uno u otro periodo, los que tienen el dinero se siguen riendo de nosotros y nadie ataca al sistema que propicia lo intolerable, como la imposibilidad de acceder a una vivienda hoy.
Me pregunto si todas estas personas que hablan del conflicto generacional con tanta virulencia últimamente, cuando empiecen a heredar las propiedades de los «boomers», se verán a sí mismas como parte del problema que en su día creyeron denunciar o preferirán guardar silencio como si no hubiera pasado nada. Quizá, para entonces, todos vayan con su ejemplar de «Feria» de Ana Iris Simón bajo el brazo.
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