Hace ya unas semanas que Arturo Pérez Reverte fue a «divertirse» a El Hormiguero, con Pablo Motos abrazándose a su merced y recreando el Velázquez de La rendición de Breda, y desde aquella noche en que se repartieron carnés de buenos y malos, de listos y tontos, no ha dejado de llover polémica alrededor de la televisión politizada con acento nocturno, la rivalidad imperante a día de hoy entre la operadora pública y las privadas y el cambio de paradigma que generalmente está liderando una TVE con el auge de su renovada y esforzada parrilla, desde las audiencias pero parece que no desde la ideología. Pero, sobre todo, lo que generó más revuelo tras la visita de Reverte al plató de Antena 3, más allá de su visto bueno hacia el Cervantes de Amenábar (igual algunos diran ahora que Reverte se ha vuelto woke), probablemente fueron sus palabras sobre la inmigración, que pueden recordar un poco a eso de la teoría del reemplazo, sus calificativos poco disimulados hacia Zapatero y su visión distópica y desleída sobre Europa y su fortaleza en el mundo cambiante que estamos atravesando de lleno. Otra cosa no, pero que el padre de Alatriste habla con franqueza cuando las hormigas le dan rienda suelta es indudable, incluso aunque esa honestidad sin filtros divisibles pueda ir en detrimento de su propia trayectoria intelectual y dividir a la opinión pública que admira o admiró su evidente capacidad para las humanidades.
En cualquier caso, y obviando cierta incontinencia verbal que se le puede achacar a la desafección de su propia inteligencia para con una otredad que casi nunca está a la altura, o simplemente a los años cansados de un guerrero de la noticia y luego de las letras que ya se asoma al desenlace de su reloj de arena, no se puede negar que alguien de la talla intelectual de este hombre resulta indiferente frente al plasma, y más aún: es un provocador, un deslenguado, un déspota, un rancio, sí, pero también uno de los imprescindibles en la democracia insuficientemente ilustrada que arrastramos desde los finales republicanos tan abruptos de España y sus primaveras intelectuales. Porque este corresponsal y guerrillero convertido luego en escritor de cabecera preferirá el reinado de Felipe VI antes que una Tercera República a riesgo de ser gobernada por bobalicones o pagafantas de otras repúblicas más poderosas y sofisticadas, más influyentes en el globo, pero el tocayo español e iberista del rey Arturo sabe que solo a lomos de una República se puede experimentar algo parecido a una transición que entierre la cultura del carajillo y el futbolín en el mar para dejar paso a una transformación de las referencias nacionales con las artes en el centro de la ecuación, de la belleza. ¿Acaso los monarcas son de buena e ilustre pasta dentro de sus propias novelas? La respuesta correcta es no, y la única posible bajo este respecto. La historia de Alatriste es la historia de un soldado de las ideas, del honor, de todo el honor que no cabía siquiera en el palacio de Felipe IV, donde el bigotudo duque de Milán decidía las guerras sin enfangarse las botas con ellas y su famélico transcurso, Diego Alatriste representa en definitiva un servidor de la espada española que no tenía rey alguno ni mayor patria que la dictada por su propio corazón de nobleza sin nobles ni apellidos de corte: es un republicano que no sabe que lo es, con códigos morales perfectamente compatibles a los defendidos y proclamados en una España que no conocerá dentro de las estrecheces naturales de su ubicación por contexto histórico. Y no me estoy refiriendo a liberal, conservador o progresista, me estoy refiriendo a republicano, porque el Alatriste de Flandes, el capitán de los Tercios, no se reconocería en un Estado de Derecho consolidado fácilmente, no sabría qué hacer con su vida, que es su espada, aunque tampoco sería un criminal, puede que quizás un maníaco depresivo entonces, o simplemente un borracho.
Muchos creen que la mentalidad de Reverte se reduce a la de un nostálgico de generaciones imperialistas y nacionalistas, eso sí que es reduccionismo, sin embargo. «No tengo ideología, lo que tengo es biblioteca». Aunque, bien mirado, al autor de este texto, lector, articulista y escritor a ratos, no se le olvidan sus alusiones a México y América Latina para con los viejas conquistas españoles, pues el orgullo patrio que el gobierno mexicano enarbola con la Cuarta Transformación de promesa y escudo moral tiene resonancia rítmica con los horrores empuñados y financiados por la Iglesia Católica con los «descubridores» de futuro europeo y español que dieron una de cal para los suyos y otra de arena para los desposeídos e indígenas. Galeano fue enormemente elocuente cuando bautizó Las venas abiertas de América Latina. Algunos necios que seguimos escuchando a Silvio Rodríguez y su Playa Girón seguimos creyendo en la posibilidad de la necesidad que pueda unir lazos más vinculantes entre España y la franja sur del continente americano. No se trata de autoboicotearnos el orgullo nacional en clave constante, que puede que se nos vaya de las manos en demasiadas ocasiones entre los nacionalismos periféricos, un exceso de complejos generalizados y los egocentrismos extranjeros potencialmente atrayentes por nuevas formas de imperialismo cultural, sino de creer en que la historia política del mundo es una historia de continua transformación. Ya no es cosa particular de España, es cosa de Europa, por ejemplo, la de saber tejer nuevas alianzas que rompan moldes y herencias monolíticas en una geopolítica multilateral: Estados Unidos, la OTAN, China, los BRICS, etcétera. ¿Trump o Claudia Sheinbaum? Que el patriotismo se acuerde de quién se ríe de España en la actualidad, mirándola con desprecio cuando no rinde absoluta pleitesía a sus intereses económicos en una Unión Europea ya de por sí fragmentada, si lo hace el presidente de Estados Unidos o la presidenta electa de México. Admítalo, Don Arturo: ni las grandes potencias mundiales son ya monárquicas. Y este país que compartimos los rojos convencidos con los azules y también con los «apolíticos» podrá tener muchas lecciones de vanguardia que enseñar al resto del mundo, claro que sí, pero no parece que una monarquía en caída libre y fiscalizada por (des)méritos voluntarios sea una de ellas.
Pero Reverte es un creador, un artista, un intelectual, por encima de todo lo demás, y en consecuencia hay que permitirle dudar y vacilar. Reverte, cuando no escribe, duda, y eso no está tan mal en la España de las dos Españas. Dudar está bien. Precisamente por eso, porque está bien hacerlo, Reverte debería haber tomado la prudencia de su personaje, Alatriste, y haber dudado al menos un poquito en el momento de afirmar que Zapatero era un tonto que se hizo malo, con la Ley de Memoria de 2007 por en medio (no se desenterró la guerra civil con el BOE, se desenterraron las fosas de los muertos, de todos los muertos sin honor ni sepultura digna). El honor, el honor de Alatriste hoy se demuestra con la valentía de mirar al pasado, por las familias de tantos y tantos desaparecidos sin distinción de bando, y no con la cobardía de los que se niegan a hacerlo porque se está frío y se está demasiado oscuro por ahí. No puede haber memoria sin leyes expresamente por y para la memoria, por los desaparecidos y para los vivos que cargan con el peso de su recuerdo. Hablando de tontos: lo de Miguel Tellado diciendo que hay que cavar fosas donde enterrar los restos del Gobierno actual… ¿Eso también es desenterrar la guerra y el pasado o por lo que sea eso ya no lo es?
A Reverte le ha gustado el Cervantes de Amenábar, pero a veces se parece al Unamuno de Amenábar en Mientras dure la guerra. A veces, Reverte duda mejor, otras peor, y en otras cae en la equidistancia de un hombre cansado. Y aunque su discurso no siempre obre en consecuencia, Reverte concluyó algo importante en su entrevista líder en audiencias: hay que luchar por el mundo del presente, los jóvenes, no dejarse derrotar por el pesimismo ni por un mundo que no hemos querido ni elegido pero que es el que nos ha tocado. Como así ha sido también para todos los que nos precedieron.
¿Una escena de Reverte en el cine? En Las aventuras del capitán Alatriste, con Viggo Mortensen de protagonista en el reparto (donde supongo que conoció a Ariadna Gil), hacia el final del metraje, el personaje en cuestión se planta ante los superiores del enemigo francés acompañado de sus compañeros de armas y, con Eduard Fernández tambaleándose a punto de desfallecer y Francesc Orella atragantándose con su propia sangre, sentencia la voluntad de continuar en la batalla de Rocroi y renunciar a la rendición con la siguiente declaración en verbo: «Decidle al señor duque de Enghien que agradecemos sus palabras, pero este es un tercio español». Y en mi cabeza se escucha así: todos los aquí presentes somos centauros bastardos dispuestos a combatir, porque todos somos españoles (creo que Unamuno dijo algo parecido a esto último frente a los golpistas en la Universidad de Salamanca).
Bueno, creo que eso ha sonado como si John Ford le hubiese estrechado la mano a Tarantino….
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