Los errores del progresismo: entre la ceguera estratégica y la pérdida de horizonte

José López Antuña

OPINIÓN

Balanza de justicia
Balanza de justicia

27 sep 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

«La izquierda no pierde porque la derecha sea más fuerte, sino porque muchas veces se empeña en olvidar a quienes dice defender».

Introducción: un tiempo de incertidumbre política

Vivimos en un momento donde la desafección ciudadana se traduce en un crecimiento exponencial de la derecha y de la extrema derecha. Lo llamativo no es tanto la capacidad de estas fuerzas para imponer sus marcos ideológicos, sino la pasividad y los errores reiterados de los partidos progresistas. A la debilidad estratégica se suma la fragmentación, la falta de un discurso social convincente y la incapacidad de conectar con los problemas reales de la mayoría trabajadora. La izquierda parece atrapada en una contradicción: reivindicar la justicia social en los discursos, pero olvidarla en la práctica política.

La impresentable política y el descrédito de la representación

«Cuando los representantes se miran al espejo de su propio ego, dejan de reflejar al pueblo que los eligió». Tanto en el Gobierno como en la oposición, el panorama político español se ha degradado en exceso. La crispación permanente, los insultos en sede parlamentaria y la teatralización del debate han generado hartazgo social. La izquierda, en lugar de erigirse en ejemplo de rigor y ética pública, ha caído en la misma dinámica. La ciudadanía percibe que los partidos progresistas han normalizado una política de bloques y enfrentamiento, olvidando la pedagogía democrática y el diálogo constructivo.

La manipulación, los algoritmos y la batalla cultural perdida

La era digital ha transformado la política en un campo de manipulación masiva. Los algoritmos premian el odio, la desinformación y los mensajes simplistas. La derecha radical ha comprendido esta lógica antes y mejor, sabiendo explotar bulos y narrativas emocionales que apelan al miedo y al resentimiento. 

La izquierda, sin embargo, no ha sabido articular un relato alternativo en estas nuevas trincheras digitales. La defensa de los derechos sociales y la igualdad se ha expresado con tecnicismos o moralismos, sin penetrar en la emocionalidad de la gente. Se ha perdido la batalla cultural en las redes porque se renunció a jugarla con inteligencia y creatividad.

El adoctrinamiento y el exceso de dogmatismo interno

«Cuando la izquierda se encierra en sus propios mantras, se convierte en la caricatura de sí misma». Una de las críticas más recurrentes hacia los partidos progresistas es el dogmatismo: la tendencia a imponer discursos cerrados y moralizantes. En lugar de escuchar, dialogar y construir consensos amplios, se priorizan debates identitarios internos que dividen más que unen. Esta rigidez se traduce en un discurso que muchas veces suena alejado de las preocupaciones diarias: el empleo, la vivienda, la precariedad, la sanidad y las pensiones.

La derecha aprovecha ese vacío para aparecer como «la voz de la normalidad» frente a un progresismo que presenta su agenda como moralmente incuestionable pero políticamente desconectada.

Fanatismo, sectarismo y la incapacidad de autocrítica

La izquierda ha sufrido históricamente de una enfermedad recurrente: la división. En lugar de sumar, se fractura en pequeñas siglas que compiten entre sí, como si la pureza ideológica fuera más importante que la eficacia política. El fanatismo interno provoca expulsiones, rupturas y la imposibilidad de sostener proyectos a largo plazo.

El electorado percibe esa fragmentación como un síntoma de inmadurez política y acaba optando por opciones conservadoras que transmiten una imagen de mayor estabilidad, aunque en realidad respondan a intereses de minorías privilegiadas.

El mal filtro: honestidad, talento y endogamia política

«El peor enemigo de la izquierda no está en la derecha, sino en su propia incapacidad para seleccionar a los mejores». Otro error grave es el deficiente filtro en la selección de cuadros políticos. Con frecuencia, las candidaturas y cargos no se deciden por méritos objetivos —honestidad, honradez, capacidad contrastada, trayectoria profesional o expertise en la materia—, sino por lealtades internas o afinidades con determinadas corrientes.

Esto conduce a que personas con verdadero talento, vocación de servicio público y credibilidad social queden marginadas, mientras prosperan quienes dominan el arte de medrar en el partido. La política se convierte entonces en un fin en sí mismo, más vinculada al ascenso personal que al servicio al bien común.

La endogamia interna asfixia a las organizaciones progresistas, alejándolas de la ciudadanía real. El resultado es un progresismo burocratizado, débil en ideas renovadoras y plagado de figuras que no resisten un análisis mínimo de solvencia técnica o ética. Esta dinámica erosiona la confianza del electorado y genera la percepción de que la izquierda no es mejor que la derecha en cuanto a prácticas de poder.

Historia y memoria: entre el deber y el riesgo del anclaje

La izquierda tiene la obligación ética de mantener viva la memoria histórica y la lucha por los derechos. Sin embargo, cuando el discurso se centra exclusivamente en el pasado, sin proyectarlo hacia soluciones de futuro, corre el riesgo de sonar nostálgico y poco propositivo. El electorado joven no se moviliza solo recordando lo que significó la dictadura o la represión, sino percibiendo cómo los valores democráticos se traducen en oportunidades vitales concretas: empleo digno, vivienda asequible, igualdad real. Si no se conecta memoria con esperanza, la derecha logra imponer la idea de que el progresismo vive anclado en un relato derrotista.

¿Qué debería hacer la izquierda para revertir la situación?

«La justicia social no se predica: se practica con políticas que cambian la vida de la gente». Reconectar con lo material: volver al terreno de los problemas cotidianos (sueldos, alquileres, facturas, transporte, listas de espera sanitarias). La política progresista debe dejar de flotar en debates abstractos y volver a lo tangible. Unificar estrategias: superar el sectarismo y la fragmentación. Los electores no premian las batallas intestinas, sino la unidad en torno a programas claros y alcanzables.

Ganar la batalla digital: invertir en comunicación innovadora, adaptada a las lógicas de redes, pero sin caer en el populismo vacío. Es necesario construir un relato emocional que vincule esperanza y justicia social. Ejemplaridad ética: los casos de corrupción, privilegios o incoherencias destruyen la credibilidad progresista más que cualquier ataque externo. La izquierda debe ser inflexible consigo misma en la gestión pública.

Pedagogía democrática: recuperar la tradición de explicar la política con rigor y claridad, evitando tecnicismos vacíos y, a la vez, combatiendo bulos y discursos de odio con datos verificables. Propuesta de futuro: no basta con resistir a la derecha, hay que ofrecer un proyecto transformador de país. Políticas de transición ecológica justa, economía del conocimiento, igualdad intergeneracional y feminismo inclusivo deben ser motores de cambio, no consignas superficiales.

Conclusión: recuperar la confianza perdida

El problema de la izquierda no es que carezca de ideas justas, sino que ha olvidado cómo trasladarlas a la vida cotidiana de la gente. Ha caído en la tentación de la política espectáculo, en el narcisismo parlamentario y en debates que alejan más que acercan. Mientras tanto, la derecha y la extrema derecha avanzan explotando el miedo, el resentimiento y la falsa promesa de orden.

El reto crucial es revertir esta dinámica: reconectar con el pueblo trabajador, recuperar la pedagogía política, asumir la autocrítica y construir un relato ilusionante. En definitiva, pasar de la retórica a la acción. «El día que la izquierda vuelva a hablar el lenguaje de la gente común, ese día volverá a ser mayoritaria».