Vivimos un tiempo en el que las grietas del sistema internacional ya no se pueden ocultar con discursos vacíos ni con gestos simbólicos. La humanidad se enfrenta a un cúmulo de crisis simultáneas que, lejos de resolverse, se agravan día tras día: guerras interminables, la amenaza latente de una nueva conflagración mundial, catástrofes climáticas sin precedentes, desigualdades que ahogan a las mayorías y una clase política más preocupada por el espectáculo y el poder que por las vidas humanas que dependen de sus decisiones.
La amenaza de Estados Unidos sobre Venezuela, la brutalidad del genocidio en Palestina, la interminable guerra entre Rusia y Ucrania, los rearmes que imponen los bloques militares y la carrera armamentística que consume recursos que deberían destinarse a combatir el hambre y la pobreza, son solo algunos de los síntomas de un modelo que se desmorona. Los gobiernos internacionales se limitan a emitir declaraciones huecas, mientras firman contratos comerciales y militares con los mismos actores que alimentan estas tragedias. Reconocer un Estado palestino devastado después de una limpieza étnica no es un gesto de justicia, es una burla histórica, un ejercicio de cinismo político.
A todo ello se suma la emergencia climática, cada vez más tangible y destructiva: incendios que devoran bosques y pueblos enteros, lluvias torrenciales que arrasan ciudades, huracanes que se vuelven más violentos, sequías que empujan a millones al hambre. En lugar de impulsar una transformación radical de nuestros sistemas productivos y energéticos, los dirigentes apuestan por mantener un modelo económico basado en la especulación y el saqueo de la naturaleza, con la complicidad de las grandes corporaciones.
Mientras tanto, la vida cotidiana de las personas se precariza a pasos agigantados: salarios insuficientes, viviendas inaccesibles, servicios públicos deteriorados, trabajos cada vez más inestables. La pobreza se expande incluso en países llamados «desarrollados». Y cuando la gente alza la voz, recibe como respuesta represión, desinformación o el desprecio de una clase política que ha convertido la democracia en un teatro de enfrentamientos vacíos, más pendiente de titulares que de soluciones reales.
No podemos aceptar que la humanidad camine hacia el precipicio empujada por la codicia de unos pocos y la indiferencia de quienes deberían representarnos. Es hora de hablar claro: los problemas de la humanidad no se resuelven con tanques, sanciones ni bloqueos, sino con diálogo, justicia social y solidaridad real entre los pueblos.
¿Qué deberían hacer los mandatarios?
Romper con la hipocresía internacional: suspender relaciones comerciales, militares y diplomáticas con los Estados que violan sistemáticamente el derecho internacional y los derechos humanos, empezando por Israel mientras mantenga su política de exterminio en Palestina.
Frenar la carrera armamentística: redirigir los billones destinados al rearme hacia inversiones en sanidad, educación, transición energética y lucha contra la pobreza.
Impulsar un multilateralismo real: no de bloques enfrentados, sino de cooperación internacional que priorice a la humanidad frente a los intereses de corporaciones o élites políticas.
Tomar en serio la crisis climática: adoptar medidas drásticas para reducir emisiones, proteger los ecosistemas y garantizar una transición justa que no recaiga sobre los más débiles.
Garantizar derechos básicos universales: vivienda, sanidad, educación, alimentación y trabajo digno no son lujos, son derechos humanos que los Estados deben asegurar.
¿Qué podemos hacer las personas?
La ciudadanía no puede quedarse en la resignación ni en el lamento. La historia demuestra que los pueblos, cuando se organizan, son capaces de frenar guerras, de conquistar derechos, de transformar sociedades. Hoy más que nunca necesitamos una conciencia colectiva que se rebele contra la normalización de la barbarie. Que rechace el odio, el racismo y el militarismo, y que defienda con firmeza la vida, la paz y la dignidad.
La indiferencia de quienes gobiernan no puede paralizarnos: debe indignarnos, empujarnos a la acción, a la solidaridad, a exigir que la política vuelva a ser el arte de servir al bien común y no a los intereses de unos pocos. Porque si seguimos callando, si seguimos permitiendo que la codicia marque el rumbo del mundo, la humanidad entera será arrastrada al abismo.
No hay tiempo que perder. La paz no es una utopía ingenua: es la única alternativa realista frente a la destrucción. Y la justicia social no es un eslogan: es la condición indispensable para que el futuro tenga sentido.
Comentarios