Hay muchas capturas de imagen que se consiguen entre objetivo y objetivo por entre tantas cámaras que insisten y persisten en el gesto de los oradores que suben al estrado parlamentario, cuando no a levantar micrófono desde sus escaños, pero solo algunas permanecen en la retina de los espectadores y trasgreden al archivo del diario de sesiones. La foto en blanco y negro de la Pasionaria acompañada del brazo de Rafael Alberti, la de Tejero intentando alterar el orden establecido a fuerza de pistola y tricornio o la de una diputada de Podemos asistiendo a una sesión constitutiva con su bebé de seis meses, por ejemplo, son instantáneas que lograron traspasar la «cuarta pared» y dirigirse frontalmente a la memoria ciudadana de una nación por los tiempos de los tiempos. Esa es la magia de la imágenes y muy especialmente la de la fotografía, traspasar la naturaleza plana de lo unidimensional, de la quietud, a veces con una técnica soberbia o con la soberbia de un golpe de suerte, dependiendo del día.
En este sentido, en el parlamento catalán hay una imagen de la que ya no se habla tanto por recordatorio, puede que porque sus dos protagonistas ya están retirados de la escena pública (por motivos bien diferentes), pero el caso es que a mí me sigue sobrando capacidad de evocación para acudir de vez en cuando a la hemeroteca que todo lo sabe, para acordarme de un bigote canoso que un día predijo el futuro político de Cataluña y a chivarse de su origen y sus responsables. «Vostès tenen un problema i aquest problema es diu 3%». El entonces presidente de la la Generalitat se inmortalizó a sí mismo, seguro que sin voluntad ambiciosa, proclamando el mayor zasca que probablemente se haya escuchado en el parlamento autonómico de la región, y, aunque el decoro parlamentario y las alianzas gubernamentales del PSC hicieron retractarse a Maragall de sus propias palabras apenas unos minutos después, el antiguo alcalde de Barcelona espetó a la cara de un Artur Mas iniciático lo que poco tiempo después ya sería una realidad en manos de los tribunales y la prensa, desarmando y desinflando la herencia de Convergència y el reinado autonómico que había ostentando Pujol antes y después de su mandato presidencial, primero como velador de la identidad catalana arrebatada por el franquismo y luego como el señor Miyagi o como el Yoda que asesoraba a su partido como líder moral casi imposible de sustituir, lo que complicó la carrera política de Mas, lo que provocó el lavado de cara por reciclaje de Convergència (cuya parte importante de su legado se encuentra todavía en la cabeza pensante de Puigdemont y en Junts) y, luego, el entramado, el bluf tramposo, oportunista y potencialmente corrupto, del llamado procés independentista, que arrancó en 2012 en condiciones fontaneras básicamente por y para salvaguardar la imagen pública de unas siglas que habían contribuido al renacimiento de una tierra libre de aguiluchos negros, es decir, se forzó ese impuso una forma de renovación a la interna regresando a una lógica reinventada y renovada de lo que siempre les ayudó a construir hegemonía, me refiero por supuesto a la burguesía catalana. Esta lógica reinventada pero con profundas raíces históricas no consistía sino en volver al relato bilpolar, bilateral: «O España o Cataluña». Y de ahí salieron otros eslóganes desafortunados cuando menos para los intereses realmente generales de Cataluña y los catalanes, «Espanya ens roba» por ejemplo.
Claro, en 2012 ya no existía Franco, al menos en una democracia española que, por muy imperfecta que pueda ser y por muchas regeneraciones que puedan convenir en las altas instancias del poder, sigue siendo una democracia con un sistema de representación parlamentaria pluripartidista y con elecciones libres, también con los independentistas dentro de la misma fórmula constitucional que un día pactaron sin casi rechistar y con la butxaca plena. Entonces, sin Franco y sin un franquismo imperante, el partido fundador de la nueva Cataluña necesitaba otro Goliat para cubrir o tapar un historial puesto en duda por la corrupción interna, y el PP de Rajoy estaba dispuesto a dárselo, y este se lo dio. El Ministerio de Interior de Jorge Fernández Díaz puso en marcha la Operación Cataluña con ayuda fontanera extrajudicial, esta vez de procedencia del Estado, con Villarejo como pieza clave de dicho operativo parapolicial (el mismo que persiguió a los dirigentes de Podemos tomando cañas e intercambiando informes fake con periodistas, a todo trapo). Convergència necesitaba un Goliat y el Estado español necesitaba otro, no hay ningún David en esta historia. Eran dos caras de la misma moneda, dos nacionalismos de distinta bandera pero con el mismo germen en sus filas y malas compañías: la corrupción. La sombra del aguilucho negro se demostró con vida propia aún con el dictador muerto y sepultado, y ahora se le sumaba la sombra de un gallo negro que no todos mis compatriotas han querido creer ni mirar pese a los hechos probados: el «imperialismo» de la burguesía catalana, primero regionalista y luego separatista, que también se creyó patriarca de una tierra que nunca fue solamente suya.
Porque se habla mucho de las dos Españas, pero no tanto de las dos Cataluñas que siempre han estado ahí, desde el principio. Porque ya casi nadie se acuerda de Francesc Cambó y su Lliga Regionalista, de la conveniencia de los que luego hicieron traslado a Convergència, de la burguesía regional fiel amiga de Franco, de los apellidos catalanes (no castellanos) de las administraciones públicas cuando Franco, de los que se acostaron reaccionarios y se levantaron demócratas. Porque no, no solo en Madrid hubieron gentes con nocturnidad dictatorial y madrugada democrática. Y esto es solo un breve aperitivo de la historia oculta del poder en Cataluña, de su genealogía y de su habilidad para cambiarse el traje entre bastidores. Y esta es una de las razones por las que ahora hay una Aliança Catalana que quiere perseguir el castellano, a los inmigrantes, a los charnegos y a los gitanos, porque ahora han crecido los hijos sanos, los vástagos, del pujolismo y del patriarcado catalán.
Spoiler: Ciudadanos, que llegó a ser mayoría en barrios obreros y de tradición sindicalista (véase el caso de Torreforta en Tarragona), hizo lo que podía hacer en sus comienzos, y luego lo hizo mal. Demasiada sucursal cruzando la M-30, demasiada cercanía a los despachos de empresarios o banqueros y demasiado parecido al PP y luego a un VOX que les comió la tostada y una porción de su electorado. De aquella experiencia todavía se reservan algunos colaboradores e intelectuales realmente valiosos e interesantes, y estoy pensando en interesantes de la talla de Javier Nart. No obstante, pese a la degeneración última, la experiencia fundacional de Ciudadanos demostró una verdad incómoda por lo menos entre las fronteras catalanas: hay gente normal, de izquierdas, que se encontraba y se encuentra huérfana de una candidatura y de un mensaje que ponga en el centro a las periferias castellanohablantes, a los que quieren ser parte activa de una sociedad integrada y cohesionada y no hecha a base de segregación lingüística, a los que quieren mezclarse, a los que quieren reivindicarse, a los que quieren hablar alto y claro sobre la ausencia castiza en lo mediático y en lo público, a los que quieren poner el dedo en el ojo de quienes utilizan la normalización lingüística ya consagrada para distinguir entre ascendencias y raíces, a los andaluces que levantaron Cataluña de sus cenizas y están hartos de andaluzofobia. A los que están hartos de un clasismo encubierto y con disfraz de apariencia sofisticada que ha permitido el ascenso de Sílvia Orriols y su discurso pseudofascista. A la Cataluña que se enseña en la peli de El 47, a la Cataluña de Manolo Vital, a la Cataluña inmigrante, a la Cataluña que madruga, a la Cataluña extremeña, a la Cataluña currante.
«¿Qué izquierda habla de la identidad española, tolerante y demócrata, en una Cataluña de monotema, posverdad y marginalidad lingüística?» Es un problema, ciertamente, que esta cuestión se la regalemos a VOX y a lo que cada vez se le parece más. En Cataluña se echa de menos, por parte de muchos progresistas, una reivindicación y un orgullo valiente que haga arquitectura responsable pero convencida y sin algaradas de todo eso. Y me refiero a electorado del PSC, de Podem y hasta de los comunes. Hasta que eso no pase, la izquierda verá comprometido su futuro, que se irá por entre las derechas sin importar su sensibilidad específica, y es que la sociología electoral de las encuestas actuales apuntan a un escenario cada vez más difícil e ingobernable, pero también cada vez más reaccionario. La condescendencia hacia los indepes sale cara, y se paga en las urnas.
No, la burguesía catalana nunca ha sido más amable que la de los señoritos de los cortijos, o la de los toros. Puede que le haya interesado más los libros, el teatro y el saber que a la otra, al menos durante algún tiempo determinado, pero ambas sueñan con su força al canut y no tienen más patria que la que se cuenta por euros, y antes pesetas, salvando excepciones excepcionales valga la redundancia. Barcelona no representa a toda Cataluña, igual que Madrid no representa a toda España, y eso no siempre se tiene en cuenta, sobre todo, cuando a la primera se le otorgan falsas modernidades o supremacías morales: Barcelona es más internacional e internacionalista que Cataluña, como España es menos conservadora que Madrid (aunque a este servidor abiertamente de izquierdas le apasione Madrid, sus años 80, Mecano, la Puerta de Alcalá y los libros de la Cuesta de Moyano por donde El Retiro). En este sentido, y cuando tuve el corazón atrapado en Madrid por donde los primeros amores, siento lo que sintió Sabina al escribir su eterna canción, porque yo también pienso que Madrid es la ciudad donde regresa siempre el fugitivo…
En mi Cataluña natal yo he visto cosas que vosotros no creeríais: mocosos fantasear con fusilar a «españoles» y llamar «fascista» hasta a Pablo Iglesias, activistas mandar a los charnegos al paredón, profesores clamar por la independencia en un musical infantil, ver paredes con Pujol y con Aznar en retratos hermanados, camisetas docentes con mensajes políticos, doñas llevar un lacito amarillo mientras suspiran por un continente africano sepultado bajo el mar como la Atlántida, jefazos con salvapantallas «de libertad» que pagan a sus empleados en negro y sin asegurar, comerciantes o sanitarios que juzgan la «originalidad» de los apellidos charnegos, incluso a pensionistas de buen vestir manifestarse por los «presos políticos» que ya estaban indultados y a extraños que afirman ver llorar a su tierra cuando se pone a llover, y un largo etcétera. No es el universo de Blade Runner, pero algunas de estas cosas (si no todas ellas) pueden sonar casi tan distópicas como el mundo de los replicantes.
Se han dado sucesos muy curiosos que advierten de la paranoia colectiva que se ha vivido durante mucho tiempo de silencios y silenciamentos, no acabaríamos nunca, como por ejemplo el de Rafael Ribó, un dirigente supuestamente comunista y del PSUC que acabó en el Síndic de Greuges y que veía una sanidad catalana colapsada de «españoles», también el vergonzoso de las juventudes de ERC que pegaron carteles burlando y criminalizando la enfermedad de Maragall para pinchar la candidatura de su hermano, que terminó dándose de baja de ERC. Luego hay alguno más reciente e indignante por igual, como el de un humorista (por no llamarlo de otra manera) que se alegró de la muerte de Francisco Lambán, ex-presidente de Aragón, que se llama Toni Albà. O como el de un tal Òscar Andreu, que afirmó para el diario Ara que los castellanohablantes que no entienden el catalán tienen un problema cognitivo. De comediantes va la cosa, pero de indigentes intelectuales y morales también.
«Si cantara el gallo rojo, otro gallo cantaría».
Comentarios