Cuando nuestro tiempo nos convierte en testigos de acontecimientos donde lo peor de la condición humana se despliega, nadie queda exento de su onda expansiva. Sus efectos se filtran en la propia fibra de la humanidad, alterando su composición moral y modificando el orden social y la escala de valores, a todos los niveles. Por eso, en el pasado, los intentos de embridar las fuerzas de destrucción y anteponer la dignidad humana surgieron de la conmoción tras las grandes conflagraciones. Así es, desde la constatación, a mediados del siglo XIX, de la amplificación de la capacidad de devastación de los Estados y las consecuencias de la aplicación a la guerra de los avances técnicos de la industrialización, hasta el descubrimiento de las posibilidades de exterminio planificado, en la II Guerra Mundial y en nuestros días.
El Derecho ha sido el instrumento principal para ese intento de controlar y sofocar la capacidad real de aniquilar la vida humana o de sojuzgarla privándola de todo atributo. Y, particularmente lo ha sido a partir del establecimiento de las Naciones Unidas y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ese intento civilizador se ha encauzado a través del Derecho Internacional Humanitario (el que establece unas reglas mínimas de comportamiento a los actores en conflicto) y del Derecho Internacional, que ha intentado convertir los principios de la Declaración en obligaciones jurídicas exigibles, principalmente para los propios Estados pero también para entidades no estatales de toda condición. Desde 1945 hasta ahora, la conciencia de la humanidad ha acompañado ese proceso, coincidiendo en el espanto ante los ejemplos repetidos de brutalidad, propiciando que el esclarecimiento de la verdad y la memoria de lo ocurrido permita dignificar a las víctimas y analizar las causas que llevan a la perpetración de crímenes internacionales. A partir de la última década del siglo XX, a ese objetivo se le dota de instrumentos con capacidad efectiva para llevar dichos principios a la práctica jurisdiccional: la creación de tribunales penales internacionales ad hoc para los crímenes en la antigua Yugoslavia y en Ruanda; la constitución de sistemas mixtos que permitan a Estados en situación más precaria contar con apoyo y reglas justas para enjuiciarlos (como los casos de Camboya y Sierra Leona); los casos de jurisdicción penal universal donde los Estados adquieran la capacidad de juzgar los crímenes que afectan al orden internacional; o la propia Corte Penal Internacional, creada en 1998, de la que son parte 125 Estados, y que, con todas sus imperfecciones, es una conquista inigualable en la lucha por la justicia.
Pese a dichos avances, la tendencia de los últimos años, en el plano de la justicia internacional, es recesiva, pues las grandes potencias no quieren ver sus actos ni los de sus dirigentes o funcionarios sometidos a ningún control jurisdiccional. Desde la invasión anglo-norteamericana de Iraq en 2003 hasta la agresión rusa sobre Ucrania (que persiste sin otro posible escenario de salida que no sea esperar el desgaste del agresor); pasando por la represión generalizada de los derechos civiles y políticos en China, particularmente en regiones como Xinjiang donde los «campos de reeducación» masivos están a la orden. Los propios miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas son los que violentan sin consecuencias el Derecho Internacional y se desentienden de sus obligaciones hacia la preservación de los derechos humanos. Y, además, han tratado de arrastrar a esa dinámica lesiva a otros países y a una parte de su población, enfebrecida por el nacionalismo más primario de sus líderes. En los últimos meses, abriendo una peligrosa vía, se ha iniciado la campaña agresiva de Estados Unidos hacia el sistema de Naciones Unidas (abandonado el Consejo de Derechos Humanos, entre otras medidas) y hacia la Corte Penal Internacional. Se intensifica así el intento de socavar la efectividad del Derecho Internacional, con medidas tan vergonzosas como las sanciones a los jueces y fiscales que han participado en las decisiones e investigaciones dirigidas a perseguir y enjuiciar los crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad cometidos en Gaza, tanto a manos de Hamas como, con una dimensión no conocida hasta ahora, del propio Gobierno de Israel
El mundo contempla estos días con esperanza el alto el fuego en Gaza, y aguarda el alivio del sufrimiento de la población civil, la liberación completa de los rehenes israelíes, que han padecido un cautiverio en condiciones infernales, y la de cientos de palestinos detenidos, muchos de ellos arbitrariamente y sometidos a torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes, como denuncia la ONG israelí Hamoked, entre otras entidades. No debemos olvidar que el oportunismo de quienes obtienen réditos del terror hace frágil cualquier cese de hostilidades. Ya sucedió con la tregua inaugurada el 15 de enero de 2025, que entonces también nos pareció que pondría fin a este horror, pero que fue quebrada unilateralmente por Israel el 18 de marzo, dando lugar a una etapa aún más sangrienta, a la hambruna provocada, a nuevas matanzas indiscriminadas de la población civil y a la destrucción prácticamente completa de la Franja, con el 78% de todas las estructuras destruidas o severamente dañadas (según el análisis satelital de UNOSAT, a 8 de julio de 2025). El Presidente norteamericano dio alas a aquella ruptura, que no se entiende sin su respaldo político a Netanyahu, sus frivolidades sobre la «Riviera de Oriente Medio» y sus comentarios admitiendo como posibilidad real la limpieza étnica. Meses después y mediando una devastación sin tasa, ha puesto al fin cierta presión sobre el Gobierno de Israel hacer este nuevo alto el fuego posible, cuya consecución se debe en buena medida a la creciente ola de repulsa global al genocidio sobre la población palestina en Gaza, que ha movilizado al fin a gobiernos e instituciones, también los de los países con mayor capacidad de actuación en el conflicto.
Ahora toca hacer perdurar el alto el fuego y que pueda, como se dice pretender (sin que nada esté garantizado en este momento), una solución que permita la estabilización de la zona, la restitución de condiciones de vida digna y una paz justa. No olvidemos que en la mente de muchos actores influyentes continúa estando el sometimiento y postración del pueblo palestino, la desposesión y la pervivencia de un estado de guerra permanente del que nutren su posición política. Procede, pues, continuar con la presión necesaria para que en la ecuación de salida se incluya el fin de la ocupación y del apartheid sobre la población palestina y la puesta en práctica de la solución de dos Estados, que, con el apoyo internacional, evite la perpetuación del ciclo de conflictos. Pero también es el momento provocar los cambios que permitan la rendición de cuentas y que, además, suponga destinar a los perpetradores de crímenes internacionales al lugar que le corresponde, haciendo frente a sus responsabilidades ante la justicia. En el caso de Israel, es, probablemente, la única forma de librarse de dirigentes extremistas que han llevado su país al aislamiento, a la radicalización, y a una escalada de violencia sin otro fin que la supervivencia política de su Primer Ministro, como los propios familiares de los rehenes han venido denunciando durante meses. Que este sea el tiempo de la justicia o el de la impunidad marcará la probabilidad de repetición de la tragedia, en Gaza y en cualquier otro conflicto. Y determinará si la fuerza más despiadada prevalece como práctica de los Estados o si aún queda esperanza para que se sujeten por los límites del Derecho.
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