De la matrícula gratuita en la Universidad de Oviedo

Juan Ramón Rodríguez Fernández PROFESOR TITULAR EN LA FACULTAD DE EDUCACIÓN DE LA UNIVERSIDAD DE LEÓN

OPINIÓN

Vista de la nueva calle peatonal Ramón y Cajal, junto al edificio histórico de la Universidad de Oviedo
Vista de la nueva calle peatonal Ramón y Cajal, junto al edificio histórico de la Universidad de Oviedo J.L. Cereijido | EFE

16 oct 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

La gratuidad de la matrícula de la Universidad de Oviedo, que supondrá una inversión pública aproximada de 11 millones de euros, ha sido una de las medidas estrella, y sorpresiva, del Gobierno socialista del Principado de Asturias.

Se trata de una medida que se inscribe dentro de lo que podemos denominar, globalmente, como políticas progresistas. Políticas que sitúan la educación como el pilar fundamental sobre el cual contribuir al logro de la justicia social. Políticas que parten de la idea de que la equidad social se alcanzará si logramos un acceso igualitario al sistema educativo universitario, de modo que su acceso no esté influido por las circunstancias económicas del alumnado y sus familias, y únicamente rijan los criterios del esfuerzo y la capacidad individual. Es decir, podríamos decir que son políticas que buscan extender la educación lo máximo posible por el conjunto de la sociedad, de modo que sus «efectos benéficos» lleguen al mayor número posible de personas.

Paradójicamente, estamos ante una propuesta que en buena medida comparten tanto las llamadas políticas «progresistas», como las denominadas políticas «conservadoras». Por ejemplo, el gobierno del Partido Popular en Galicia implantó una medida muy similar el curso académico pasado. El principal punto de fricción entre las dos posturas políticas reside en el grado de participación de la iniciativa privada en el sector educativo.

Para las políticas progresistas en educación debe predominar la universidad pública, aunque sin excluir necesariamente a la privada: «Tiene que haber sitio para todos» podríamos resumir. En cambio, para las políticas «conservadoras», el énfasis lo habría que poner en cómo se gestiona ese dinero público, es decir, lo mejor sería que ese dinero se canalizara fundamentalmente a través de la iniciativa privada, que es la más ágil, la más eficaz y la que mejor puede atender las cambiantes necesidades formativas del tejido productivo. El estado financia y supervisa, el sector privado pone en marcha los servicios educativos, en este caso de nivel universitario, y las personas escogen lo que más les interesa.

Como vemos no hay tanta diferencia entre una y otra posición política, la diferencia se sitúa en cómo se canaliza esa expansión presupuestaria en educación.

Sin embargo, esta medida de la gratuidad de la matrícula universitaria, independientemente de cómo se gestione, ¿contribuye al logro de la justicia social, de la equidad y a la movilidad social a través de ese ascensor social que se dice era antes la educación?

A tenor de los problemas a los que se tiene que enfrentar la sociedad actualmente, y muy especialmente la juventud española, podemos poner en duda las pretendidas virtudes de esta propuesta en al menos dos cuestiones.

La primera de ellas se refiere a la realidad del mercado laboral para la juventud que finaliza sus estudios universitarios y profesionales. Un mercado laboral con un 26,5% de tasa de desempleo para los menores de 25, con condiciones laborales precarias extendidas a todos los sectores laborales y con sueldos que no permiten la emancipación y el inicio de proyectos vitales autónomos de la juventud española (la edad media de emancipación ronda los 30 años). Ante esta realidad, es muy difícil que los egresados del sistema educativo universitario puedan devolver a la sociedad con su labor profesional, lo que la sociedad ha invertido en ellos durante sus años de formación. Una realidad laboral que impide el desarrollo de una trayectoria profesional sólida que permita el disfrute personal de la misma y la construcción de una identidad propia a través del desempeño profesional. Buena parte de estas cuestiones, están detrás de la emigración al extranjero de la juventud española que busca condiciones de trabajos dignas y oportunidades para desarrollarse profesionalmente acordes con sus estudios.

La segunda cuestión se refiere al sentido de los propios estudios universitarios, los cuales no solo tienen el deber de formar para una determinar actividad profesional (ingeniería, magisterio, derecho, etc.) a través de las llamadas «competencias profesionales»; sino que también tienen la obligación de formar personas ciudadanas con capacidad para leer y pensar sobre los problemas de nuestras sociedades, desde la óptica de la disciplina en la que se están formando. La responsabilidad de la universidad, no solo es hacía el mundo laboral, sino también hacia la construcción democrática de la «polis».

Estas dos cuestiones, fundamentales para avanzar hacia una sociedad basada en la justicia social, quedan fuera del alcance de la medida propuesta por el gobierno socialista del Principado de Asturias.

De hecho, dada la abrumadora hegemonía del pensamiento neoliberal en la mayoría del espectro político lo más probable es que esta medida «buenista» y «bienintencionada» acabe siendo subsumida por las políticas neoliberales. Así, la gratuidad de la matrícula universitaria dará lugar a un mayor ejército de reserva de egresados universitarios que servirán como mano de obra barata para el tejido empresarial (egresados que competirán entre ellos por escasos y precarios puestos de trabajo), a un aumento del consumismo educativo (en donde los estudios de grado ya no son suficientes, y habrá que hacer después un master o un curso de especialización gestionados ya mayoritariamente por universidades privadas online, muchas de ellas auténticas «fábricas de títulos»), a una devaluación de los títulos universitarios y a un aumento del desinterés del alumnado por los verdaderos aprendizajes formativos, frente a la adquisición de títulos y credenciales formativos (titulitis), con los cuales poder competir individualmente en un mercado laboral frágil, explotador y precario. Es una propuesta que reincide en la consideración de la educación pública como fundamentalmente una mercancía privada, en la que las personas invierten individualmente para competir por un puesto de trabajo.

La solución a estas cuestiones no pasa entonces por simplemente aumentar la inversión pública en educación, sino que hay que acompañarla con propuestas más amplias que verdaderamente lleguen a la cuestión de la justicia social y del bien común. Esas cuestiones son, a día de hoy en nuestras sociedades, la precariedad del mercado laboral (¿Qué pasa con el estudiantado universitario y de formación profesional cuando se tiene que incorporar al mercado de trabajo? ¿qué tipo de contratos ofrecen las empresas a los recién graduados? ¿Qué salarios hay?); y la formación de profesionales con perspectiva de ciudadanía (¿Cómo es posible que un graduado en ingeniería/arquitectura no se cuestione el impacto social de las obras en las que participa? ¿Cómo es que un maestro conoce múltiples metodologías didácticas y sin embargo no tiene en cuenta en el aula el avance autoritario y neofascista en nuestras sociedades? La mera gratuidad de la matrícula universitaria, siendo necesaria, no es suficiente en sí misma, ni toca los principales problemas de la sociedad.

Las propuestas en política educativa tienen que superar la estrechez de miras de los discursos políticos dominantes en educación. El discurso «progresista» en educación centra la mirada en el simple aumento del presupuesto en servicios públicos y la igualdad de oportunidades (más recursos para la pública, más profesores, educación más inclusiva, etc.); mientras que el discurso «conservador» se fija en la gestión privada de tales presupuestos y que sean las personas las que escojan entre el abanico dado por la iniciativa privada (por ejemplo, diferentes universidades públicas y privadas y que cada uno escoja la que más le interesa). Ninguna de las dos posturas llega a resolver los problemas fundamentales de nuestras sociedades de cara a la justicia y al bien común.

En cierto modo, me recuerda a una anécdota que me ocurrió hace algún tiempo. En una ocasión bajando la bolsa de la basura de noche, veo en la calle de enfrente a un amigo buscando algo en el suelo debajo de la luz de una farola. Me acerco y le pregunto que le pasa y me dice que le han caído al suelo las llaves del coche y que las está buscando. Me pongo a ayudarle, y al cabo de un rato de búsqueda infructuosa, le pregunto a mi amigo si está seguro que le han caído ahí porque no aparecen por ningún lado. A lo que mi amigo me contesta, qué va, me cayeron en el otro extremo de la calle, pero las estoy buscando aquí porque este es el único punto de la calle donde tengo luz…

Este es el principal problema de las políticas dominantes en educación, tanto las «progresistas» como las «conservadoras», que están empecinadas en mirar la realidad educativa desde su propia óptica de valores y prejuicios, perdiendo de vista dónde están los verdaderos problemas de la sociedad actual y por tanto contribuyendo muy poco con sus medidas a la construcción de una sociedad más justa y basada en el bien común.