Un joven vestido con un traje oscuro firmado por algún diseñador local se acerca sonriendo, nos da la bienvenida y añade: «Antes de pasar al comedor, si lo desean puedo mostrarles nuestro huerto».
Estamos en el parking de un restaurante cualquiera del entorno Michelin, rodeados de impecables vehículos SUV en todas las gamas posibles de grises. Tras aceptar su propuesta, el joven nos conduce al huerto, sin dejar de hablar ni sonreír. Allí caminamos por pasillos de cemento entre bancales de acero corten con poco más que albahaca, salvia, romero, orégano o cilantro. Tampoco hay en la tierra demasiada vida que echarle a una olla, solo flores y algún pequeño frutal, capuchinas en una esquina, un poco de hinojo por aquí, una pizca de cebollino por allá, algo de lavanda.
Estamos al principio del otoño, mala época para la huerta, pero el imponente invernadero de madera y cristal tampoco parece muy productivo. Aparte de unas tomateras agonizantes y unas hojas de limón australiano, la mayor parte del espacio lo ocupan unas mesas y unas sillas de estilo nórdico, reservadas, según nos informa nuestro acompañante, para aperitivos y sobremesas.
El joven incide en la importancia del huerto como proveedor de vegetales en la propuesta gastronómica del restaurante, aunque nada de lo que comeremos después lo justifique, y para ilustrarlo nos muestra unas acelgas con el mismo orgullo que te enseñarían unos bueyes en El Capricho. Completa la performance un hombre encorvado cavando surcos en la tierra, a pleno sol y a las dos de la tarde de un día festivo, momento tan poco apropiado para trabajar la tierra como oportuno para que podamos verlo todos los comensales.
El episodio del huerto se repite en demasiados restaurantes estrellados, como tantas otras cosas, pero seamos justos: no todo es postureo. En alguno las gallinas no son figuración ni el patatal un trampantojo, y muchos platos se elaboran con animales de su granja y productos recogidos a diario en su huerta, no solo de forma testimonial. Pero son los menos y los que menos suelen presumir de ello.
Es muy significativo que en casi todos esos discursos se utilice la palabra huerto, en masculino, cuando, de siempre y en todas partes, se ha dicho huerta. El uso de la palabra huerto, antaño limitada al ámbito monacal, se ha generalizado en las últimas décadas de tendencia neorrural con aquellos huertos urbanos tan de moda en nuestras ciudades. La mayoría desaparecieron pronto por incomparecencia de sus usuarios, pero nos dejaron la silenciosa contraposición entre la huerta y el huerto, entre la realidad y su representación.
La huerta de casa es real, en apariencia desordenada pero con sentido, una cuesta embarrada en invierno, con bañeras viejas para recoger el agua de lluvia y somieres oxidados haciendo de cierre, plásticos viejos cubriendo los semilleros y una parva cucho elevándose entre los surcos. El huerto es educativo, urbanita, recreativo, limpio, una recreación aséptica y colorida del mundo campesino, relacionado con la estética más que con el trabajo, con la apariencia más que con la producción. La huerta no se enseña; el huerto no solo se enseña, se muestra.
Siendo tan evidente, es difícil de entender que los creadores de relatos para restaurantes no se den cuenta del error: si quieren mejorar el guion, digan huerta, no huerto. Será mentira, es verdad, pero solo una más de las que nos cuenten, y seguramente no la más relevante. Si tanto les gustan las narrativas, por lo menos cuídenlas, esfuércense, acérquenlas a la verdad, dejen de repetir como loritos copiándose los unos a los otros y acudan a los clásicos. La mejor huerta de ficción del mundo es aquella de las tomateras entre las que un infarto abate finalmente a Vito Corleone mientras juega con su nieto una tarde de verano. Consigan esa atmósfera y ese naturalismo, donde hasta morir parece envidiable y placentero, y tal vez entonces podamos dejarnos llevar por el engaño.
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