Todos los modelos de gobernación posibles han sido ensayados desde hace unos 13.000 años, empezando por el caciquismo o similares. Fue ese empezar el que luego más se ensayó porque encaja mejor que ningún otro en la «natural» naturaleza de los hombres. El cacique es el ideal a alcanzar porque reúne el acceso a todas las riquezas y a todas las hembras de una comunidad dada, por medio del poder absoluto, que anida, sobremanera en los más «arrojados», en nuestros egos cuando estos alcanzan el estado de febril delirio. En efecto, el cacique (luego rey, rey de reyes, tirano, dictador, oligarca…) es el ideal a alcanzar, porque alimenta la predisposición fisiológica de lo que nos hace ser unos animales especiales y únicos, catapultándonos a un estado superior cual es el de dioses (unos pocos), pero también, conforme a la «natural» naturaleza, a la aparición de adoradores (los más) de esos dioses. No incidiremos en esta introducción más en ello, remitiendo al lector con interés a un libro, que con uno basta para el caso: «Dioses y mendigos», 446 páginas publicadas en 2021 por José María Bermúdez de Castro, codirector del yacimiento de Atapuerca, yacimiento que contiene una estratigrafía de un calado difícil de igualar, por el momento, en el mundo de la Paleontología, y que abarca un período del Pleistoceno de unos 1.3 millones de años.
Singular por su marginalidad histórica y de fatigoso alcance, o imposible porque suele camufla a sátrapas, es la democracia (en la columna del domingo 16 del mes pasado desarrollamos esta hipótesis bajo el título «¿Es posible la democracia?)». Este modelo, que pretende, o pretendería en su propósito inicial, otorgar a los ciudadanos la aptitud de elegir a aquellos que se esfuercen por alcanzar las máximas cotas del «bien estar» de todos, presenta variantes que se alejan del objetivo, siempre inhacedero, pero en distancias que, en un plano cósmico, cabría decir siderales y, asimismo, muchísimo más alejadas las órbitas de unas y de otras respecto a la meta aporética del «bien estar». Así, y como de un emblema, de una sustancia primordial se tratara, la sanidad («sanitas») y las sanidades («sanitatis») engarzarían en esa meta, que es, por si fuera poco, el «corazón» de la Ética, a su vez una de las fundadoras del «hombre bueno».
Aludimos a esta cuestión por el trabajo de investigación que ha llevado a cabo el diario El País en torno al Hospital Universitario de Torrejón, Madrid, un centro público gestionado por la empresa Ribera Salud. El Director Ejecutivo (CEO en inglés) de ese grupo, Pablo Gallart, habría pedido a los gestores del centro que rechazasen a pacientes que supongan un coste elevado para obtener un beneficio de «cuatro o cinco millones» (de euros). Según las grabaciones obtenidas por el periódico, se escucha que «hay actividades que nos perjudican» y se apela a la «imaginación» de los responsables del hospital para «rechazar pacientes y alargar las listas de espera» con el propósito de «reducir gastos y ampliar los beneficios». Como cuatro directivos no tuvieron la suficiente «imaginación» fueron despedidos. Nada fuera de lugar, por supuesto. Hay varios centros sanitarios en la madrileña comunidad con este mismo sistema y se cifra en un 99’5% los contratos a dedo en esta región: el último conocido, 4,7 millones de euros a una empresa de pinturas para el Hospital Ramón y Cajal. Aunque, no se olvide, la corrupción solo está en Moncloa y Ferraz.
Esta fórmula la inauguró Esperanza Aguirre cuando llegó a la presidencia de 2003 y, durante sus nueve años de gobierno, han sido condenados por corrupción, en este y otros asuntos capitales para la ciudadanía, decenas de consejeros y altos cargos que rodearon a esta señora, que jamás fue «sancionada» por la Justicia, como en el presente acontece con Díaz Ayuso, con asesores imputados por la matanza, con tintes emparentados con una curiosa práctica eugenésica, de las residencias; por sospecha de irregularidades financieras en la Formación Profesional, etcétera, etcétera (hay que insistir: solo en Moncloa y Ferraz está el mal). Lo más reseñable, con todo, es que Ayuso ha continuado la política de Aguirre, pero a lo grande, con el Grupo Quirón como beneficioso destacadísimo, quizá porque su familia y su novio llevan años y años haciendo «negocios» con el monopolístico conglomerado (o sea, libertad de mercado de libro), hacedor de dineros vía los cuerpos sufrientes de la plebe madrileña.
Un dato que eleva la orogenia: Díaz Ayuso asignó a los cuatro hospitales «regalados» a Quirón, para el cuatrienio 2021-2014, un monto de 2.543 millones de euros y acabó pagando casi 5.000. Más todavía: elDiario.es informó que, desde la Puerta del Sol, se ordenó multiplicar por seis la transferencia de pacientes de la sanidad pública a la privada durante los últimos años, pasando de 28.917 a 184.534. Con todo, la reacción de la presidenta fue enternecedora, prometer que «cualquier mala práctica será erradicada con contundencia». Esto es, Ayuso se hace la boba para embobarnos, pues quién no sabe que cualquier empresa tiene por finalidad hacer negocio, y hacer negocio en salud se hace exclusivamente «sacrificando» enfermos. La «mala práctica» es privatizar los hospitales.
Pero este affair se inició hace 26 años en Alzira, Valencia, con la inauguración de su hospital, que el gobierno del PP cedió a Ribera Salud, creemos que muy ajeno al «bien común». El dinero, de los ciudadanos valencianos, saqueado. El paciente mudó a cliente. El negocio. Ya lo dijo el economista estadounidense Milton Friedman, uno de los padres del neoliberalismo, que hizo las «delicias» de Ronald Reagan y Margaret Thatcher: «El negocio de los negocios es hacer negocio». Dicho con mucha más luz: lo único que importa es el beneficio de la empresa a través de la maximización de sus inversiones, sin tener presente a la gente, que al albur de la caridad cristiana (ábrase el ensayo del sabio alemán Max Weber La ética protestante y el espíritu del capitalismo).
Este paradigma, como la peste porcina africana, saltó de Valencia a Madrid y a otras tierras de in-felices, aunque la mayor virulencia del virus está golpeando a la comarca central de la península en grados de perversión tal que, el propio Núñez Feijoo ha exigido a Ayuso «una auditoria con absoluto rigor» al complejo de Torrejón. En esta afortunada petición, y teniendo presente cómo la presidenta madrileña trituró al entonces presidente del PP, Pablo Casado, por pedir una investigación por los abultados dineros obtenidos por el hermano de Ayuso en la pandemia del covid, Feijóo haría bien en tentarse la ropa.
Sin embargo, se produjo un giro de guion que salvó al gallego, en tanto en cuanto, como hemos escrito, Ayuso aprobó la investigación, una investigación que duró apenas día y medio, y la conclusión, rigurosa, según afirmó ayer la inquilina del edificio donde la policía franquista acumuló el horror, es que lo de Torrejón fue solo una «rencilla entre directivos», que sus «expertos», en sus exhaustivas indagaciones, no se toparon con irregularidad alguna. Por ejemplo, con la denuncia de las enfermeras de Urgencias de que habían recibido la orden de, en el triaje, a los pacientes graves, catalogarlos como leves. Por ejemplo, con la denuncia sindical de que se estaba reutilizando material de un solo uso. Pues nada, que no hallaron indicios de esas y otras… falsedades. Toda una exageración de un periódico de izquierdas que quiere derrocarla con malas artes, que le viene bien al Gobierno para tapar su «corrupción», que fue lo mismo que esgrimió Santiago Abascal, ese que apoyó y apoya a los responsables del PP valencianos en la otra reciente matanza, la de la dana. Los cuerpos se amontonan pero es solo minuta peccata de compararlas con la «mafia corrupta de Sánchez y los suyos» (Abascal).
Ya que se ha mencionado a Núñez Feijóo, hete aquí que, la «peste privatizadora» de Valencia y Madrid, puso rumbo a Castilla y León y pasó a Galicia, donde se cebó. Con Feijóo al mando de la Junta se privatizaron tres complejos sanitarios, adquiridos precisamente por Ribera Salud. El más importante es el hospital de referencia del área de Vigo (más de 100.000 personas), al que la Junta le pagó alrededor de cien millones en el último ejercicio, con un 30% menos de personal que un hospital público de este volumen, y que tiene la particularidad de haber sido vendido y comprado como si de Parque Principado se tratase, es decir, de unos buitres a otros, siendo hoy propiedad de una sociedad francesa. En general, se calcula que la sanidad privada gallega (hay que añadir a los hospitales diez clínicas menores) coloniza un buen pedazo del pastel, colonización que empezó, faltaría más, con Fraga Iribarne.
Así pues, en democracia brotan varios modelos de hacer política. Y en este asunto hay dos principales: a) optar por una sanidad privatizada, asequible, como en EE.UU., a los que la pagan porque se han hecho con el botín, conforme a modelos oligárquicos y que, en consecuencia, deja en manos de Dios la curación del resto (casi todos) de los cuerpos; y b) la que deja de lado los «caprichos» de la Divinidad y trata (al menos) de curar o aliviar el dolor de la gente corriente. Esta segunda opción parece (solo se parece) que se acerca más al ideal del «bien común», que no hace daño a nadie, salvo para los amos de los braceros. La primera, más bien guarda consonancia con la «peste porcina ayusana». Pues eso, a elegir, que qué más dará, al fin y al cabo, palmarla con premura en una cama privada que un poco, o un mucho, más tarde en una pública. Que ya lo dijo Ayuso de los viejecitos: «iban a morir igual».
Comentarios